jueves, 28 de junio de 2012

EL AVARO


Jean Baptiste Poquelin Moliere

EL AVARO

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PERSONAJES
HARPAGÓN, padre de Cleanto y de Elisa y enamorado de Mariana
CLEANTO, hijo de Harpagón, amante de Mariana
ELISA, hija de Harpagón, amante de Valerio
VALERIO, hijo de Anselmo y amante de Elisa
MARIANA, amante de Cleanto y amada por Harpagón
ANSELMO, padre de Valerio y de Mariana
FROSINA, mujer intrigante
MAESE SIMÓN, corredor
MAESE SANTIAGO, cocinero y cochero de Harpagón
FLECHA, criado de Cleanto
DOÑA CLAUDIA, sirvienta de Harpagón
MIAJAVENA y MERLUZA, lacayos de Harpagón
EL COMISARIO y su ESCRIBIENTE
La escena en París, en casa de Harpagón
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
VALERIO y ELISA
VALERIO. ¡Cómo, encantadora Elisa, os sentís melancólica después de las amables
seguridades que habéis tenido la bondad de darme sobre vuestra felicidad! Os veo
suspirar, ¡ay!, en medio de mi alegría. ¿Es que acaso lamentáis, decidme, haberme
hecho dichoso? ¿Y os arrepentís de esta promesa, a la que mi pasión ha podido
obligaros?
ELISA. No, Valerio; no puedo arrepentirme de todo cuanto hago por vos. Me siento
movida a ello por un poder demasiado dulce, y no tengo siquiera fuerza para desear
que las cosas no sucedieran así. Mas, a deciros verdad, el buen fin me causa
inquietud, y temo grandemente amaros algo más de lo que debiera.
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VALERIO. ¡Eh! ¿Qué podéis temer, Elisa, de las bondades que habéis tenido
conmigo?
ELISA. ¡Ah! Cien cosas a la vez; el arrebato de un padre, los reproches de una
familia, las censuras del mundo; pero más que nada, Valerio, la mudanza de vuestro
corazón y esa frialdad criminal con la que los de vuestro sexo pagan las más de las
veces los testimonios demasiado ardientes de un amor inocente.
VALERIO. ¡Ah, no me hagáis el agravio de juzgarme por los demás! Creedme capaz
de todo, Elisa, menos de faltar a lo que os debo. Os amo en demasía para eso, y mi
amor por vos durará tanto como mi vida.
ELISA. ¡AH, Valerio! ¡Todos dicen lo mismo! Todos los hombres son semejantes por
sus palabras; y son tan sólo sus acciones las que los muestran diferentes.
VALERIO. Puesto que únicamente las acciones revelan lo que somos, esperad
entonces, al menos, a juzgar de mi corazón por ellas, y no queráis buscar crímenes
en los injustos temores de una enojosa previsión. No me asesinéis, os lo ruego, con
las sensibles acometidas de una sospecha ultrajante, y dadme tiempo para
convenceros, con mil y mil pruebas, de la honradez de mi pasión.
ELISA. ¡Ay! ¡Con qué facilidad se deja una persuadir por las personas a quienes
ama! Sí, Valerio; juzgo a vuestro corazón incapaz de engañarme. Creo que me
amáis con verdadero amor y que me seréis fiel; no quiero dudar de ello en modo
alguno, y limito mi pesar al temor de las censuras que puedan hacerme.
VALERIO. Mas ¿por qué esa inquietud?
ELISA. No tendría nada que temer si todo el mundo os viera con los ojos con que os
miro; y encuentro en vuestra persona motivos para hacer las cosas que por vos
hago. Mi corazón tiene en su defensa todo vuestro mérito, fortalecido por la gratitud a
que el Cielo me empeña con vos. Me represento en todo momento ese peligro
extraño que comenzó por enfrentarnos a nuestras mutuas miradas; esa generosidad
sorprendente que os hizo arriesgar la vida para salvar la mía del furor de las ondas;
esos tiernos cuidados que me prodigasteis después de haberme sacado del agua, y
los homenajes asiduos de este ardiente amor que ni el tiempo ni las dificultades han
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entibiado y que, haciéndoos olvidar padres y patria, detiene vuestros pasos en estos
lugares, mantiene aquí, en favor mío, vuestra fortuna encubierta, y os obliga, para
verme, a ocupar el puesto de criado de mi padre. Todo esto produce en mí, sin duda,
un efecto maravilloso, y ello basta a mis ojos para justificar la promesa a que he
consentido; mas no es suficiente, tal vez, para justificarla ante los demás, y no estoy
segura de que no intervengan en mis sentimientos.
VALERIO. De todo cuanto habéis dicho, tan sólo por mi amor pretendo, con vos,
merecer algo; y en cuanto a los escrúpulos que sentís, vuestro propio padre os
justifica sobradamente ante todo el mundo; su excesiva avaricia y el modo austero
de vivir con sus hijos podrían autorizar cosas más extrañas. Perdonadme,
encantadora Elisa, si hablo así ante vos. Ya sabéis que a ese respecto no se puede
decir nada bueno. Mas, en fin, si puedo, como espero, encontrar a mis padres, no
nos costará mucho trabajo hacérnosle propicio. Espero noticias de ellos con
impaciencia, y yo mismo iré a buscarlas si tardan en llegar.
ELISA. ¡Ah, Valerio! No os mováis de aquí, os lo ruego, y pensad tan sólo en situaros
favorablemente en el ánimo de mi padre.
VALERIO. Ya veis cómo me las compongo y las hábiles complacencias que he
debido emplear para introducirme en su servidumbre; bajo qué máscara de simpatía
y de sentimientos adecuados me disfrazo para agradarle, y qué personaje represento
a diario con él a fin de lograr su afecto. Hago en ello progresos admirables, y veo
que, para conquistar a los hombres, no hay mejor camino que adornarse, a sus ojos,
con sus inclinaciones, convenir en sus máximas, ensalzar sus defectos y aplaudir
cuanto hacen. Por mucho que se exagere la complacencia y por visible que sea la
manera de engañarlos, los más ladinos son grandes incautos ante el halago, y no
hay nada tan impertinente y tan ridículo que no se haga tragar cuando se lo sazona
con alabanzas. La sinceridad padece un poco con el oficio que realizo; mas cuando
necesita uno a los hombres, hay que adaptarse a ellos, y ya que no puede
conquistárselos más que por ese medio, no es culpa de los que adulan, sino de los
que quieren ser adulados.
ELISA. Mas ¿por qué intentáis conseguir también el apoyo de mi hermano, en caso
de que a la sirvienta se le ocurriera revelar nuestro secreto?
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VALERIO. No se puede contentar a uno y a otro; y el espíritu del padre y del hijo son
tan opuestos, que es difícil concertar esas dos confianzas. Mas vos, por vuestra
parte, influid sobre vuestro hermano y servíos de la amistad que hay entre vosotros
dos para ponerle de nuestra parte. Aquí viene. Me retiro. Emplead este tiempo en
hablarle, y no le reveléis nuestro negocio sino lo que os parezca oportuno.
ELISA. No sé si tendré fuerzas para hacerle esa confesión.
ESCENA II
CLEANTO y ELISA
CLEANTO. Me complace mucho encontraros sola, hermana mía, y ardía en deseos
de hablaros para descubriros un secreto.
ELISA. Heme dispuesta a escucharos, hermano. ¿Qué tenéis que decirme?
CLEANTO. Muchas cosas, hermana mía, envueltas en una palabra: amo.
ELISA. ¿Amáis?
CLEANTO. Sí, amo. Mas, antes de seguir, ya sé que dependo de un padre y que el
nombre de hijo me somete a sus voluntades; que no debemos empeñar nuestra
palabra sin el consentimiento de los que nos dieron la vida; que el Cielo les ha hecho
dueños de nuestros deseos, y que nos está ordenado no disponer de ellos sino por
su gobierno; que, al no hallarse influidos por ningún loco ardor, están en disposición
de errar bastante menos que nosotros y de ver mucho mejor lo que nos conviene;
que debe prestarse más crédito a las luces de su prudencia que a la ceguera de
nuestra pasión, y que el arrebato de la juventud nos arrastra, con frecuencia, a
enojosos precipicios. Os digo todo esto, hermana mía, para que no os toméis el
trabajo de decírmelo, ya que, en fin, mi amor no quiere oír nada, y os ruego que no
me reprendáis.
ELISA. ¿Os habéis comprometido, hermano mío, con la que amáis?
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CLEANTO. No; mas estoy decidido a hacerlo, y os emplazo, una vez más, a que no
aleguéis razones para disuadirme de ello.
ELISA. ¿Soy, hermano, una persona tan rara?
CLEANTO. No, hermana mía; mas no amáis. Desconocéis la dulce violencia que
ejerce un tierno amor sobre nuestros corazones, y temo a vuestra cordura.
ELISA. ¡Ah, hermano mío! No hablemos de mi cordura; no hay nadie que no la
tenga, por lo menos, una vez en su vida; y si os abro mi corazón, quizá sea a
vuestros ojos mucho menos cuerda que vos.
CLEANTO. ¡Ah! Pluguiese al Cielo que vuestra alma, como la mía...
ELISA. Terminemos antes vuestro negocio y decidme quién es la que amáis.
CLEANTO. Una joven que habita desde hace poco en estos arrabales, y que parece
haber sido creada para enamorar a todos cuantos la ven. La Naturaleza, hermana
mía, no ha hecho nada más adorable, y me sentí embelesado desde el momento en
que la vi. Llámase Mariana y vive bajo el gobierno de una buena madre, que está
casi siempre enferma y por quien esta amable joven experimenta unos sentimientos
de cariño inimaginables. La sirve, la compadece y la consuela con una ternura que
conmovería vuestra alma. Se dedica con el aire más encantador del mundo a las
cosas que hace, y se ven brillar mil gracias en todas sus acciones, una dulzura llena
de hechizos, una bondad muy atrayente, una honestidad adorable, una... ¡Ah,
hermana mía, quisiera que la hubierais visto!
ELISA. Mucho veo ya, hermano mío, en las cosas que me decís; y para comprender
lo que es, me basta con que la améis.
CLEANTO. He descubierto secretamente que no están en muy buena posición, y
que a su discreta manera de vivir le es difícil atender a todas las necesidades con el
peculio que puedan tener. Figuraos, hermana mía, la dicha que puede existir en
rehacer la fortuna del ser amado, en aportar hábilmente algún pequeño socorro a las
modestas necesidades de una virtuosa familia, e imaginad el disgusto que para mí
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representa ver que, por la avaricia de un padre, estoy en la imposibilidad de gozar
esa dicha y de dar a esta beldad alguna prueba de mi amor.
ELISA. Sí; me imagino con bastante claridad cuál debe ser vuestro pesar.
CLEANTO. ¡Ah, hermana mía! Es mayor de lo que pudiera creerse, ya que..., en fin,
¿cabe nada más cruel que ese riguroso ahorro que se realiza a costa nuestra, que
esta extraña sequedad en que se nos hace languidecer? ¡Eh! ¿De qué nos servirá
tener un caudal si no ha de llegar a nosotros hasta en la época en que no estemos
ya en edad de gozar de él, y si hasta para mantenerme tengo ahora que
entramparme por todos lados, si me veo obligado, lo mismo que vos, a recurrir
diariamente a los mercaderes para poder llevar unas ropas decentes? En fin, he
querido hablaros para que me ayudéis a sondear a mi padre sobre esos sentimientos
que me embargan, y si le encuentro opuesto a ellos, he decidido marchar a otros
lugares con esa amable persona a gozar de la suerte que el Cielo quiera ofrecernos.
Y con tal propósito hago buscar por todas partes dinero a préstamo; y si vuestros
negocios, hermana mía, son parecidos a los míos y ha de oponerse nuestro padre a
nuestros deseos, le abandonaremos ambos sin dilación y nos libertaremos de esta
tiranía en que nos tiene desde hace tanto tiempo su avaricia insoportable.
ELISA. Verdad es que todos los días nos da más y más motivos para deplorar la
muerte de nuestra madre, y que...
CLEANTO. Oigo su voz; alejémonos un poco para terminar nuestra confidencia, y
uniremos después nuestras fuerzas para venir a atacar la crueldad de su ánimo.
ESCENA III
HARPAGÓN y FLECHA
HARPAGÓN. ¡Fuera de aquí al momento y que no se me replique! Vamos, toma el
pendingue de mi casa, gran maese fullero, verdadera carne de horca.
FLECHA. (Aparte.) No he visto nunca nada tan perverso como este maldito viejo; y
creo, con perdón, que tiene el demonio en el cuerpo.
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HARPAGÓN. ¿Refunfuñas entre dientes?
FLECHA. ¿Por qué me echáis?
HARPAGÓN. ¿Vas a pedirme explicaciones tú, so bigardo? Sal de prisa, antes que
te acogote.
FLECHA. ¿Qué os he hecho?
HARPAGÓN. Pues me has hecho... desear que te marches.
FLECHA. Mi amo, vuestro hijo me ha ordenado esperarle.
HARPAGÓN. Vete a esperarle a la calle y no permanezcas en mi casa, plantado
como un poste, observando lo que pasa y aprovechándote de todo. No quiero tener
delante sin cesar un espía de mis negocios, un traidor cuyos condenados ojos
asedian todos mis actos, devoran lo que poseo y huronean por todos lados para ver
si hay algo que robar.
FLECHA. ¿Cómo diantre queréis que se las compongan para robaros? ¿Sois un
hombre robable cuando todo lo encerráis y estáis de centinela día y noche?
HARPAGÓN. Quiero encerrar lo que se me antoja y estar de centinela como me
plazca. ¿No hay soplones que se preocupan de lo que uno hace? (Bajo, aparte.)
Tiemblo por si habrá sospechado algo de mi dinero. (Alto.) ¿No eres tú de esos
hombres que corren el rumor de que tengo dinero en mi casa?
FLECHA. ¿Tenéis dinero escondido?
HARPAGÓN. No, pillo, no; no digo eso. (Aparte.) Me sofoca la rabia. (Alto.) Pregunto
si no vas por ahí haciendo correr maliciosamente el rumor de que lo tengo.
FLECHA. ¡Eh! ¿Qué nos importa que lo tengáis o que no lo tengáis, si para nosotros
es lo mismo?
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HARPAGÓN. (Levantando la mano para dar un bofetón a Flecha.) ¡Te las echas de
razonador! Ya te daré yo razonamiento en las orejas. Sal de aquí, repito.
FLECHA. ¡Bueno! Me marcharé.
HARPAGÓN. Espera. ¿No te llevas nada?
FLECHA. ¿Qué voy a llevarme?
HARPAGÓN. Anda, ven aquí que lo vea. Enséñame las manos.
FLECHA. Aquí están.
HARPAGÓN. Las otras.
FLECHA. ¿Las otras?
HARPAGÓN. Sí.
FLECHA. Aquí están.
HARPAGÓN. (Señalando las calzas de Flecha.) ¿No has metido nada ahí dentro?
FLECHA. Vedlo vos mismo.
HARPAGÓN. (Palpando las calzas de Flecha.) Estas anchas calzas son apropiadas
para convertirse en ocultadoras de las cosas robadas, y quisiera yo que hubieran
ahorcado a alguien por eso.
FLECHA. (Aparte.) ¡Ah, cómo se merecía un hombre así lo que teme! ¡Y qué gozo
tendría yo en robarle!
HARPAGÓN. ¿Eh?
FLECHA. ¿Cómo?
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HARPAGÓN. ¿Qué hablas de robar?
FLECHA. Os decía que registraseis bien por todas partes para ver si os he robado.
HARPAGÓN. Eso es lo que quiero hacer. (Harpagón registra los bolsillos de Flecha.)
FLECHA. (Aparte.) ¡Mal haya la avaricia y los avarientos!
HARPAGÓN. ¿Cómo? ¿Qué dices?
FLECHA. ¿Qué digo?
HARPAGÓN. Sí. ¿Qué dices de avaricia y de avarientos?
FLECHA. Digo que mal haya la avaricia y los avarientos.
HARPAGÓN. ¿A quién te refieres?
FLECHA. A los avarientos.
HARPAGÓN. ¿Y quiénes son esos avarientos?
FLECHA. Unos ruines y unos miserables.
HARPAGÓN. Mas, ¿a quién te refieres?
FLECHA. ¿Por qué os preocupáis de ellos?
HARPAGÓN. Me preocupo de lo que debo.
FLECHA. ¿Creéis, acaso, que me refiero a vos?
HARPAGÓN. Creo lo que creo; mas quiero que me digas a quién hablas al decir eso.
FLECHA. Pues hablo..., hablo para mi capote.
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HARPAGÓN. Y yo podría hablar para tu gorro.
FLECHA. ¿Vais a impedir que maldiga a los avarientos?
HARPAGÓN. No; mas te impediré cotorrear y ser insolente. Cállate.
FLECHA. Yo no nombro a nadie.
HARPAGÓN. Te apalearé si hablas.
FLECHA. A quien le pique, que se rasque.
HARPAGÓN. ¿Te callarás?
FLECHA. Sí, aunque me pese.
HARPAGÓN. ¡Ja, ja!
FLECHA. (Mostrando a Harpagón uno de los bolsillos de su ropilla.) Mirad: aquí hay
otro bolsillo. ¿Estáis satisfecho?
HARPAGÓN. Vamos, devuélvemelo sin registrarte.
FLECHA. ¿El qué?
HARPAGÓN. Lo que me has quitado.
FLECHA. Yo no os he quitado nada absolutamente.
HARPAGÓN. ¿De veras?
FLECHA. De veras.
HARPAGÓN. Adiós. Vete al diablo.
FLECHA. (Aparte.) Buena despedida.
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HARPAGÓN. ¡A tu conciencia lo dejo cuando menos!
ESCENA IV
HARPAGÓN, solo
HARPAGÓN. Este bigardo de criado me molesta mucho; no me gusta nada ver a
este condenado cojitranco. En verdad, no es poco trabajo el de guardar en casa una
gran suma de dinero, y bienaventurados aquellos que tienen su caudal bien colocado
¡y no conservan más que lo necesario para su gasto! Bastante trastorno es éste de
tener que inventar, en toda una casa, un escondite fiel; pues, por mi parte, las cajas
fuertes me resultan sospechosas, y no quiero nunca fiarme de ellas. Me parece
realmente un claro cebo para los ladrones, y es siempre lo primero que éstos van a
atacar.
ESCENA V
HARPAGÓN, ELISA y CLEANTO. Hablando juntos,
permanecen en el fondo de la escena
HARPAGÓN. (Creyéndose solo.) Sin embargo, no sé si habré hecho bien enterrando
en mi jardín los diez mil escudos que me devolvieron ayer. Diez mil escudos de oro
en casa de uno son una suma bastante... (Aparte, al ver a Elisa y a Cleanto.) ¡Oh,
cielos! ¿Me habré traicionado a mí mismo? ¡ Arrebatado por el furor, creo que he
hablado en voz alta al razonar a solas! (A Cleanto y a Elisa.) ¿Qué pasa?
CLEANTO. Nada, padre.
HARPAGÓN. ¿Hace mucho que estáis ahí?
ELISA. Acabamos de llegar.
HARPAGÓN. ¿Habéis oído?
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CLEANTO. ¿El qué, padre mío?
HARPAGÓN. Eso...
ELISA. ¿Qué?
HARPAGÓN. Lo que acabo de decir.
CLEANTO. No.
HARPAGÓN. Sí tal.
ELISA. Perdonadme.
HARPAGÓN. Ya veo que habéis oído algunas palabras. Es que pensaba, en mi
interior, lo difícil que es hoy día encontrar dinero, y decía que dichoso el que puede
tener diez mil escudos en su casa.
CLEANTO. Vacilábamos en abordaros, temiendo interrumpiros.
HARPAGÓN. Me satisface deciros esto, para que no vayáis a tomar las cosas al
revés y a imaginaros que decía yo que tengo diez mil escudos.
CLEANTO. No nos metemos en vuestros negocios.
HARPAGÓN. ¡Pluguiera al Cielo que tuviese yo esos diez mil escudos!
CLEANTO. No creo.
HARPAGÓN. Sería un buen negocio para mí...
ELISA. Son cosas...
HARPAGÓN. Buena falta me harían.
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CLEANTO. Yo creo que...
HARPAGÓN. Eso me arreglaría, en verdad.
ELISA. Sois...
HARPAGÓN. Y no me quejaría, como ahora, de que los tiempos son míseros.
CLEANTO. ¡Dios mío! ¡Padre, no tenéis motivos para quejaros, y ya se sabe que
poseéis bastante caudal!
HARPAGÓN. ¡Cómo! ¿Que tengo bastante caudal? Quienes lo digan mienten. No
hay nada más falso, y son unos bribones los que hacen correr todos esos rumores.
ELISA. No os encolericéis.
HARPAGÓN. Es singular que mis propios hijos me traicionen y se conviertan en
enemigos míos.
CLEANTO. ¿Es ser enemigo vuestro el decir que tenéis caudal?
HARPAGÓN. Sí. Tales discursos y los gastos que hacéis serán la causa de que uno
de estos días vengan a mi casa a cortarme el cuello, con la idea de que estoy forrado
de doblones.
CLEANTO. ¿Qué gran gasto hago yo?
HARPAGÓN. ¿Cuál? ¿Hay nada más escandaloso que ese suntuoso boato que
paseáis por la ciudad? Reñía ayer a vuestra hermana; mas hay algo peor. Esto sí
que clama al Cielo; y si se os despojase desde los pies a la cabeza, habría con ello
para constituir una buena renta. Ya os he dicho veinte veces, hijo mío, que todas
vuestras maneras me desagradan grandemente; sentís una afición desmedida a
echároslas de marqués, y para ir vestido así, preciso es que me robéis.
CLEANTO. ¡Eh! ¿Y cómo robaros?
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HARPAGÓN. ¡Y qué sé yo! ¿De dónde sacáis para sostener el vestuario que lleváis?
CLEANTO. ¿Yo, padre mío? Es que juego, y, como soy muy afortunado, gasto en mí
todo el dinero que gano.
HARPAGÓN. Muy mal hecho. Si sois afortunado en el juego, deberíais sacar
provecho de ello y colocar a un interés decente el dinero que ganáis, a fin de
encontrároslo algún día. Quisiera yo saber, para no referirme a lo demás, de qué
sirven todas esas cintas con que vais cubierto de pies a cabeza y si media docena
de agujetas no bastan para sostener unas calzas. ¿Es muy necesario gastar dinero
en pelucas cuando pueden llevarse cabellos propios que no cuestan nada?
Apostaría a que en pelucas y cintas hay, por lo menos, veinte pistolas, y veinte
pistolas rentan al año dieciocho libras, seis sueldos y ocho denarios con sólo
colocarlas al doce por ciento.
CLEANTO. Tenéis razón.
HARPAGÓN. Dejemos eso y hablemos de otra cosa. (Sorprendiendo a Cleanto y a
Elisa, que se hacen señas.) ¡Eh! (Bajo, aparte.) Me parece que se hacen señas uno
a otro para robarme mi bolsa. (Alto.) ¿Qué quieren decir esos gestos?
ELISA. Dudamos mi hermano y yo en quién hablará primero; los dos tenemos algo
que deciros.
HARPAGÓN. Yo también tengo que deciros algo a los dos.
CLEANTO. Deseamos hablaros de matrimonio, padre.
HARPAGÓN. Y yo también quiero hablaros de matrimonio.
ELISA. ¡Ah, padre mío!
HARPAGÓN. ¿Por qué ese grito? ¿Es la palabra o la cosa lo que os atemoriza, hija
mía?
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CLEANTO. El matrimonio puede atemorizarnos a los dos, de la manera que podéis
entenderlo, y tememos que nuestros sentimientos no estén de acuerdo con vuestra
elección.
HARPAGÓN. Un poco de paciencia; no os alarméis. Sé lo que os es necesario a los
dos, y no tendréis, ni uno ni otra, motivo de queja con lo que pretendo hacer; y para
empezar por este lado (a Cleanto), ¿habéis visto, decidme, una joven llamada
Mariana, que habita no lejos de aquí?
CLEANTO. Sí, padre mío.
HARPAGÓN. ¿Y vos?
ELISA. He oído hablar de ella.
HARPAGÓN. ¿Cómo encontráis a esa joven, hijo mío?
CLEANTO. La encuentro encantadora.
HARPAGÓN. ¿Y su fisonomía?
CLEANTO. Muy honesta y llena de talento.
HARPAGÓN. ¿Su aspecto y sus maneras?
CLEANTO. Admirables, sin duda.
HARPAGÓN. ¿No creéis que una joven así merecería que se pensase en ella?
CLEANTO. Sí, padre mío.
HARPAGÓN. ¿Y que sería un partido deseable?
CLEANTO. Muy deseable.
HARPAGÓN. ¿Que tiene aspecto de ser una buena esposa?
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CLEANTO. Sin duda.
HARPAGÓN. ¿Y que se hallaría satisfecho con ella un marido?
CLEANTO. Seguramente.
HARPAGÓN. Hay una pequeña dificultad, y es que tengo miedo de que no se
consiga con ella todo el caudal que podría pretenderse.
CLEANTO. ¡Ah, padre mío! ¡No debe considerarse el caudal cuando se trata de
casarse con una persona honrada!
HARPAGÓN. Perdonadme, perdonadme. Mas lo que hay que decir es que si no se
encuentra con ella todo el caudal que se desea, puede uno intentar resarcirse en
otra cosa.
CLEANTO. Se comprende.
HARPAGÓN. En fin, me satisface ver que compartís mi opinión, pues su honesta
apostura y su bondad han conquistado mi alma, y estoy resuelto a casarme con ella,
con tal que posea algún caudal.
CLEANTO. ¿Eh?
HARPAGÓN. ¿Cómo?
CLEANTO. ¿Estáis resuelto, decís, a...?
HARPAGÓN. A casarme con Mariana.
CLEANTO. ¿Quién? ¿Vos, vos?
HARPAGÓN. ¡Sí, yo, yo, yo! ¿Qué quiere decir esto?
CLEANTO. Me acomete de pronto un vahído, y me retiro de aquí..
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HARPAGÓN. No será nada; id pronto a beber un vaso de agua clara a la cocina.
ESCENA VI
HARPAGÓN y ELISA
HARPAGÓN. Ved estos donceles alfeñiques, que tienen el vigor de unas gallinas.
Esto es lo que he resuelto, hija mía, por mi parte. Respecto a tu hermano, le destino
cierta viuda de la que han venido a hablarme esta mañana, y en cuanto a ti, te
destino al señor Anselmo.
ELISA. ¿Al señor Anselmo?
HARPAGÓN. Sí; un hombre maduro, cuerdo y prudente, que no tiene más de
cincuenta años y cuyo caudal es muy alabado.
ELISA. (Haciendo una reverencia.) No quiero casarme, padre mío, si os place.
HARPAGÓN. (Imitando a Elisa.) Y yo, hijita mía querida, quiero que os caséis, si os
place.
ELISA. (Haciendo una reverencia.) Os pido perdón, padre mío.
HARPAGÓN. (Imitando a Elisa.) Os pido perdón, hija mía.
ELISA. Soy la humildísima servidora del señor Anselmo; pero (haciendo otra
reverencia), con vuestro permiso, no me casaré con él.
HARPAGÓN. Soy vuestro humildísimo servidor; pero (imitando a Elisa), os casaréis
con él esta noche.
ELISA. ¿Esta noche?
HARPAGÓN. Esta noche.
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ELISA. (Haciendo otra reverencia.) No sucederá tal, padre mío.
HARPAGÓN. (Imitando a Elisa.) Sí sucederá tal, hija mía.
ELISA. No.
HARPAGÓN. Sí.
ELISA. Os digo que no.
HARPAGÓN. Os digo que sí.
ELISA. Es una cosa a la que no me obligaréis.
Harpagón. Es una cosa a la que te obligaré.
ELISA. Me mataré antes que casarme con semejante marido.
HARPAGÓN. No te matarás y será tu marido. ¡Qué osadía! ¿Se ha visto nunca a
una hija hablar así a su padre?
ELISA. ¿Y se ha visto nunca a un padre casar así a su hija?
HARPAGÓN. Es un partido del que no hay nada que decir, y apuesto a que todo el
mundo aprobará mi elección.
ELISA. Y yo apuesto a que no puede aprobarlo ninguna persona razonable.
HARPAGÓN. (Viendo a Valerio, desde lejos.) Aquí está Valerio. ¿Quieres que le
hagamos juez de este negocio?
ELISA. Accedo a ello.
HARPAGÓN. ¿Te atendrás a su juicio?
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ELISA. Sí; pasaré por lo que él diga.
HARPAGÓN. Pues hecho.
ESCENA VII
VALERIO, HARPAGÓN y ELISA
HARPAGÓN. Ven aquí, Valerio. Te hemos elegido para que nos digas quién tiene
razón, si mi hija o yo.
VALERIO. Vos, señor, sin disputa.
HARPAGÓN. ¿Sabes de lo que hablamos?
VALERIO. No. Mas no podéis equivocaros, y toda la razón será vuestra.
HARPAGÓN. Quiero esta noche darle por esposo un hombre tan rico como probo, y
la pícara me dice en mis narices que no lo acepta. ¿Qué te parece?
VALERIO. ¿Qué me parece?
HARPAGÓN. Sí.
VALERIO. ¡Vaya, vaya!
HARPAGÓN. ¿Cómo?
VALERIO. Digo que, en el fondo, soy de vuestro parecer, y es imposible que no
tengáis razón. Aunque también no es ella culpable del todo y...
HARPAGÓN. ¿Cómo? El señor Anselmo es un partido notable; es un caballero
noble, tierno, sentado, probo, muy rico y a quien no le queda ningún hijo de su primer
matrimonio. ¿Qué mejor podría ella encontrar?
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VALERIO. Eso es cierto. Mas ella podría deciros que es precipitar un poco las cosas
y que sería necesario cierto tiempo, al menos, para ver si su inclinación puede
avenirse con...
HARPAGÓN. Es una ocasión que hay que coger por los pelos. Encuentro en esto
unas ventajas que no encontraría por otra parte; y se compromete a tomarla sin
dote1...
VALERIO. ¿Sin dote?
HARPAGÓN. Sí.
VALERIO. ¡Ah! Entonces no digo nada. ¿Veis? Ésa es una razón absolutamente
convincente; hay que inclinarse ante ello.
HARPAGÓN. Es para mí un ahorro considerable.
VALERIO. Seguramente; es innegable. Verdad es que vuestra hija puede alegar que
el matrimonio es un negocio mucho más importante de lo que puede creerse; que va
en él la felicidad o la desdicha para toda la vida, y que un compromiso que ha de
durar hasta la muerte no debe efectuarse nunca sino con grandes precauciones.
HARPAGÓN. ¡Sin dote!
VALERIO. Tenéis razón. Eso lo decide todo, ya se comprende. Hay gentes que
podrían deciros que, en tales ocasiones, el amor de una joven es cosa que debe
tenerse en cuenta y que esa gran diferencia de edad, de carácter y de sentimientos
hace un matrimonio propenso a incidentes muy enojosos.
HARPAGÓN. ¡Sin dote!
VALERIO. ¡Ah! Bien sabemos que eso no admite réplica. ¿Quién diantres puede
oponerse a ello? No quiero decir que no existan muchos padres que prefieran
atender a la satisfacción de sus hijas más que al dinero que pudieran entregar; que
no quieren sacrificarlas al interés, y que procuran, más que nada, crear en un
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matrimonio esa tierna conformidad que mantiene en él sin cesar el honor, la
tranquilidad y la alegría, y que...
HARPAGÓN. ¡Sin dote!
VALERIO. Es cierto; eso cierra la boca en absoluto. ¡Sin dote! ¡No hay modo de
resistir a tal razón!
HARPAGÓN. (Mirando hacia el jardín y aparte.) ¡Hola! Paréceme oír el ladrido de un
perro. ¿No estará amenazado mi dinero? (A Valerio.) No os mováis; vuelvo al
instante. (Vase.)
ESCENA VIII
ELISA y VALERIO
ELISA. ¿ Queréis chancearos2, Valerio, hablándole así?
VALERIO. Era para no enojarle y por lograr mejor éxito. Chocar de frente con su
criterio sería el medio de echarlo todo a perder, y existen ciertos espíritus que sólo
deben atacarse con rodeos; temperamentos enemigos de toda resistencia;
caracteres reacios a los que encocora la verdad, que se rebelan siempre contra el
camino recto de la razón y a los que sólo se puede llevar con rodeos a donde quiere
uno conducirlos. Fingid que accedéis a lo que él quiere; conseguiréis mejor vuestro
fin, y...
ELISA. Pero ¿y ese casamiento, Valerio?
VALERIO. Ya buscaremos medios para desbaratarlo.
ELISA. Mas ¿qué inventaremos, si ha de efectuarse esta noche?
VALERIO. Hay que solicitar un aplazamiento y fingir alguna enfermedad.
ELISA. Pero descubrirán el engaño si llaman a los médicos.
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VALERIO. ¿Os chanceáis? ¿Es que los galenos saben algo? Vamos, vamos; con
ellos podéis tener la dolencia que os plazca; encontrarán razones para deciros de
qué proviene.
ESCENA IX
HARPAGÓN, ELISA y VALERIO
HARPAGÓN. (Aparte, al fondo de la escena.) No era nada, a Dios gracias.
VALERIO. (Sin ver a Harpagón.) En fin, nuestro último recurso es que la fuga puede
ponernos a cubierto de todo; y si vuestro amor, bella Elisa, es capaz de tener
entereza... (Viendo a Harpagón.) Sí; una hija tiene que obedecer a su padre. No
debe mirar cómo está hecho un marido; y cuando la gran razón de sin dote coincide
en ello, debe estar dispuesta a aceptar cuanto le den.
HARPAGÓN. ¡Bueno! ¡Eso es hablar bien!
VALERIO. Señor, os pido perdón si me acaloro un poco y tengo la osadía de
hablarle así.
HARPAGÓN. ¡Cómo! ¡Si eso me encanta y deseo que adquieras un influjo absoluto
sobre ella! (A Elisa.) Sí; aunque intentes huir, le concedo la autoridad que el Cielo me
da sobre ti y quiero que hagas todo cuanto él te diga.
VALERIO. (A Elisa.) Después de esto, ¡resistíos a mis amonestaciones!
ESCENA X
HARPAGÓN y VALERIO
VALERIO. Señor, voy a seguirla, para continuar con ella las lecciones que le estaba
dando.
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HARPAGÓN. Sí; te quedaré agradecido. Realmente...
VALERIO. Es conveniente tirarle un poco de la brida.
HARPAGÓN. Ciertamente. Es preciso...
VALERIO. Nos os preocupéis. Creo que conseguiré dominarla.
HARPAGÓN. Hazlo, hazlo. Voy a dar una vueltecita por la ciudad y vuelvo en
seguida.
VALERIO. (Dirigiéndose a Elisa y marchándose por donde ella salió.) Sí; el dinero es
lo más preciado del mundo, y debéis dar gracias al Cielo por el digno padre que os
ha concedido. Él sabe lo que es vivir. Cuando se ofrece uno a tomar a una joven sin
dote, no se debe mirar más allá. Todo se encierra en eso; y sin dote equivale a
belleza, juventud, alcurnia, honor, sapiencia y probidad.
HARPAGÓN. ¡Ah, qué buen mozo! Eso es hablar como un oráculo. ¡Dichoso aquel
que puede tener un criado de este género!
ACTO SEGUNDO
ESCENA PRIMERA
CLEANTO y FLECHA
CLEANTO. ¡Ah, felón! ¿Dónde te has metido? ¿No te había yo mandado...?
FLECHA. Sí, señor, y he venido aquí para esperaros a pie firme; pero vuestro señor
padre, el más incivil de los hombres, me ha echado a la fuerza y he corrido el riesgo
de ser apaleado.
CLEANTO. ¿Cómo va vuestro negocio? Las cosas urgen más que nunca, y, después
de haberte visto, he descubierto que mi padre es mi rival.
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FLECHA. ¿Vuestro padre enamorado?
CLEANTO. Sí, y me ha costado gran trabajo ocultarle la turbación que me ha
producido esa noticia.
FLECHA. ¡Él, dedicarse a amar! ¿En qué diablos piensa? ¿Se burla del mundo? ¿Y
se ha hecho el amor para gentes como él?
CLEANTO. Para castigo mío, se le ha metido en la cabeza esta pasión.
FLECHA. Mas ¿por qué razón le ocultáis vuestro amor?
CLEANTO. Para no suscitar sus sospechas y reservarme, en caso necesario,
medios más fáciles con los cuales desbaratar ese matrimonio. ¿Qué respuesta te
han dado?
FLECHA. A fe mía, señor, los que piden prestado son muy desgraciados; y hay que
soportar cosas extrañas cuando se ve uno obligado, como vos, a pasar por las
manos de unos usureros sin entrañas.
CLEANTO. ¿No se realizará el negocio?
FLECHA. Perdonad. Nuestro maese Simón, el corredor que nos han dado, hombre
activo y lleno de celo, dice que os ha tomado muy a pecho, y asegura que vuestra
sola cara ha conquistado su corazón.
CLEANTO. ¿Tendré los quince mil francos que pido?
FLECHA. Sí; mas con algunas pequeñas condiciones, que habréis de aceptar si
deseáis que las cosas se lleven a efecto.
CLEANTO. ¿Te ha hecho hablar con el que debe prestar dinero?
FLECHA. ¡Ah! Realmente, no es así. Pone él aún más cuidado que vos en ocultarse,
y son estos misterios mayores de lo que pensáis. No quiere en modo alguno decir su
nombre, y debe hoy reunirse con vos en una casa prestada, para informarse por
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vuestra propia boca sobre vuestro caudal y vuestra familia; y no dudo que el solo
nombre de vuestro padre facilitará las cosas.
CLEANTO. Y, sobre todo, habiendo muerto nuestra madre, cuya herencia no pueden
quitarme.
FLECHA. He aquí algunas cláusulas que él mismo ha dictado a nuestro intermediario
para que os sean enseñadas antes de hacer nada: «Supuesto que el prestamista
confirme todas sus garantías y que el prestatario sea mayor de edad y de una familia
con caudal amplio, sólido, asegurado, claro y libre de toda traba, se extenderá un
acta auténtica y exacta ante un notario que sea lo más honrado posible, y el cual,
para esos efectos, será escogido por el prestamista, a quien interesa más que esa
acta esté debidamente redactada.»
CLEANTO. Nada hay que decir a esto.
FLECHA. «El prestamista, para no cargar su conciencia con ningún escrúpulo,
pretende no dar su dinero más que al cinco y medio por ciento.»
CLEANTO. ¿Al cinco y medio? ¡Pardiez! Eso es honrado. No puede uno quejarse.
FLECHA. Es cierto. «Mas como el mencionado prestamista no tiene en su casa la
suma de que se trata, y, para complacer al prestatario, se ve obligado él también a
pedirla prestada a otro, sobre la base del veinte por ciento, convendrá que el referido
primero prestatario abone ese interés, sin perjuicio del resto, considerando que sólo
por complacerle el susodicho prestamista se compromete a ese préstamo.»
CLEANTO. ¡Cómo, diablo! ¿Quién es ese árabe? Así resulta más del veinticinco por
ciento.
FLECHA. Es cierto, y así lo he dicho. Tenéis que pensarlo.
CLEANTO. ¿Qué quieres que piense? Necesito dinero, y tengo que acceder a todo.
FLECHA. Ésa ha sido mi respuesta.
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CLEANTO. ¿Hay algo más?
FLECHA. Escuchad. Se trata sólo de una pequeña cláusula: «De los quince mil
francos solicitados, el prestamista no podrá entregar en dinero más que unas doce
mil libras; y para los mil escudos restantes tendrá el prestatario que aceptar las ropas
de vestir y de la casa, y las joyas, cuyo inventario va a continuación, y que el referido
prestamista ha justipreciado, de buena fe, en el precio más módico que le ha sido
posible.»
CLEANTO. ¿Qué quiere decir eso?
FLECHA. Escuchad el inventario: «Primeramente, un lecho de cuatro patas con
cenefas de punto de Hungría, sobrepuestas con gran primor sobre una sábana color
aceituna, con seis sillas y el cobertor de lo mismo; todo ello bien dispuesto y forrado
de tafetán tornasolado rojo y azul. Más un dosel de cola, de buena sarga de Aumale,
rosa seco, con el fleco y los galones de seda.»
CLEANTO. ¿Qué quiere decir eso?
FLECHA. Esperad: «Más un tapiz de los Amores de Gambaud y Macea. Más una
gran mesa de nogal, de doce columnas o pilares torneados, que se alarga por los
dos extremos, provista, además, de sus seis escabeles.»
CLEANTO. ¿Con quién trato, pardiez?
FLECHA. Tened paciencia. «Más tres grandes mosquetes guarnecidos de nácar de
perlas, con las horquillas correspondientes haciendo juego. Más un horno de ladrillo,
con dos retortas y tres recipientes, muy útiles para los aficionados a destilar.»
CLEANTO. ¡Me sofoca la rabia!
FLECHA. Calma. «Más un laúd de Bolonia, provisto de todas sus cuerdas o poco
menos. Más un juego de boliches y un tablero para damas con un juego de la oca,
modernizado desde los griegos, muy apropiado para pasar el tiempo cuando no se
tiene nada que hacer. Más una piel de lagarto de tres pies y medio, rellena de heno,
curiosidad agradable para colgar del techo de una estancia. Todo lo mencionado
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anteriormente vale honradamente más de cuatro mil quinientas libras, y queda
rebajado a la suma de mil escudos, por consideración del prestamista.»
CLEANTO. ¡Que se lleve el diablo con su consideración a ese traidor y verdugo!
¿Hase visto jamás usura semejante? Y, no contento con el enorme interés que
exige, ¿quiere aún obligarme a aceptar por tres mil libras las inútiles antiguallas que
ha recogido? No sacaré ni doscientos escudos por todo eso, y, sin embargo, tengo
que pasar por lo que quiere, pues está en situación de hacérmelo aceptar todo y me
pone, el bandido, el puñal en el cuello.
FLECHA. Os veo, señor, aunque ello os desagrade, tomar el mismo camino que
seguía Panurgo para arruinarse, tomando dinero anticipado, comprando caro,
vendiendo barato y dilapidando su hacienda por adelantado.
CLEANTO. ¿Y qué quieres que le haga? A esto se ven reducidos los jóvenes de hoy
por la maldita avaricia de los padres, ¡y luego se extrañan de que los hijos deseen su
muerte!
FLECHA. Hay que confesar que el vuestro irritaría con su ruindad al hombre más
prudente del mundo. No tengo, a Dios gracias, inclinaciones muy patibularias, y entre
mis compañeros, a los que veo entremeterse en muchos pequeños comercios, sé
zafarme hábilmente y apartarme de todas las galanterías que huelen levemente a
horca; mas, a deciros verdad, me daría, con sus procedimientos, tentaciones de
robarle; y creería, al hacerlo, que realizaba una acción meritoria.
CLEANTO. Trae acá ese inventario, que lo vuelva a leer.
ESCENA II
HARPAGÓN, MAESE SIMÓN, CLEANTO y FLECHA al fondo de la escena
MAESE SIMÓN. Sí, señor; es un joven que necesita dinero; sus negocios le
apremian a encontrarlo, y pasará por todo cuanto le prescribáis.
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HARPAGÓN. Pero ¿creéis, maese Simón, que no se corre ningún riesgo? ¿Y sabéis
el nombre, los bienes y la familia de ese por quien habláis?
MAESE SIMÓN. No; no puedo informaros de ello muy a fondo, y sólo por casualidad
me han dirigido a él; mas él mismo os lo aclarará todo, y su presentador me ha
asegurado que os satisfará conocerle. Todo cuanto puedo deciros es que su familia
es muy rica, que él no tiene ya madre y que os garantiza, si queréis, que su padre
morirá antes de ocho meses.
HARPAGÓN. Eso ya es algo. La caridad, maese Simón, nos obliga a complacer a
las personas cuando nos es posible.
MAESE SIMÓN. Eso ya se sabe.
FLECHA. (Bajo, a Cleanto, al reconocer a maese Simón.) ¿Qué quiere decir esto?
¡Nuestro maese Simón hablando con vuestro padre!
CLEANTO. (Bajo, a Flecha.) ¿Le habrán dicho quién soy? ¿Y estarás tú aquí para
traicionarme?
MAESE SIMÓN. ¡Ah, ah! ¡Buena prisa tenéis! ¿Quién os ha dicho que era aquí? (A
Harpagón.) No he sido yo, señor, al menos, quien les ha revelado vuestro nombre y
casa; mas, a mi juicio, no hay gran daño en esto; son personas discretas, y podéis
explicaros aquí reunidos.
HARPAGÓN. ¡Cómo!
MAESE SIMÓN. (Señalando a Cleanto.) El señor es la persona que quiere pediros
prestadas las quince mil libras de que os he hablado.
HARPAGÓN. ¡Cómo, bigardo! ¿Eres tú quien te entregas a estos ocultos extremos?
CLEANTO. ¡Cómo, padre mío! ¿Sois vos quien realizáis estas acciones
vergonzosas? (Maese Simón huye y Flecha va a esconderse.)
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ESCENA III
HARPAGÓN y CLEANTO
HARPAGÓN. ¿Y eres tú el que quiere arruinarse con préstamos tan condenables?
CLEANTO. ¿Y sois vos el que procuráis enriqueceros con tan criminales usuras?
HARPAGÓN. ¿Te atreves, después de esto, a aparecer ante mí?
CLEANTO. ¿Y vos os atrevéis, después de esto, a presentaros ante los ojos del
mundo?
HARPAGÓN. ¿No te avergüenza, di, llegar a estos excesos, lanzarte a gastos
espantosos y llevar a cabo un afrentoso derroche del caudal que tus padres te han
reunido con tantos sudores?
CLEANTO. ¿Y no os sonroja deshonrar vuestro linaje con las especulaciones que
hacéis, sacrificar gloria y reputación al deseo insaciable de amontonar escudo sobre
escudo, superando, en lo tocante a interés, las más infames sutilezas que hayan
inventado nunca los más famosos usureros?
HARPAGÓN. ¡Quítate de mi vista, bergante; quítate de mi vista!
CLEANTO. ¿Quién es más criminal a vuestro juicio: el que adquiere un dinero que
necesita o el que roba un dinero que no le hace falta?
HARPAGÓN. Vete, te digo, y no me hagas perder los estribos. (Solo.) No me enoja
esta aventura, y me servirá de advertencia para estar más alerta que nunca ante
todos sus actos.
ESCENA IV
FROSINA y HARPAGÓN
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FROSINA. Señor...
HARPAGÓN. Esperad un momento. Volveré para hablaros. (Aparte.) Es conveniente
que dé una vueltecita en torno a mi dinero.
ESCENA V
FLECHA y FROSINA
FLECHA. (Sin ver a Frosina.) ¡Es muy chusca la aventura! Debe de tener en alguna
parte un gran almacén de ropas, pues no hemos reconocido nada en el inventario
que tenemos.
FROSINA. ¡Ah, mi pobre Flecha! ¿A qué se debe este encuentro?
FLECHA. ¡Ah, ah! ¿Eres tú, Frosina? ¿Qué vienes a hacer aquí?
FROSINA. Lo que hago en todas partes: entremeterme en asuntos, hacerme
servicial a la gente y sacar el mejor provecho que me es posible de las pequeñas
aptitudes que pueda yo poseer. Ya sabes que en este mundo hay que vivir con
habilidad, y que a las personas como yo el Cielo no nos ha dado más renta que la
intriga y el ingenio.
FLECHA. ¿Tienes algún negocio con el amo de la casa?
FROSINA. Sí. Intervengo por él en cierto negocio, del que espero lograr una
recompensa.
FLECHA. ¿A él? ¡Ah! A fe mía, bien lista serás si le sacas algo; y te advierto que el
dinero, aquí dentro, es carísimo.
FROSINA. Hay ciertos servicios que se pagan maravillosamente.
FLECHA. Soy criado suyo, y no conoces todavía al señor Harpagón. El señor
Harpagón es, de todos los humanos, el menos humano; de todos los mortales el más
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duro y el más avaro. No hay servicio que incite su gratitud hasta hacerle abrir la
mano. Alabanzas, aprecio, benevolencia de palabra y amistad, todo lo que queráis;
mas dinero, en absoluto. No hay nada más seco y más árido que su buena acogida y
sus arrumacos, y dar es una palabra por la que siente tal aversión, que no dice
nunca: os doy, sino os presto los buenos días.
FROSINA. ¡Dios mío! Conozco el arte de sonsacar dinero a los hombres; poseo el
secreto de lograr su cariño, cosquillear sus corazones y encontrar los puntos por
donde son vulnerables.
FLECHA. ¡Bagatelas en este vaso! Te desafío a que enternezcas, por el lado del
dinero, al hombre de que se trata. Es un ser inflexible en eso; de una dureza que
desespera a todo el mundo; y ya puede uno reventar, que él no se conmueve. En
una palabra: ama al dinero más que a la reputación, al honor y a la virtud, y sólo la
vista de un pedigüeño le produce convulsiones. Es herirle en su sitio mortal; es
atravesarle el corazón, arrancarle las entrañas; y si... Mas aquí vuelve; me retiro.
ESCENA VI
HARPAGÓN y FROSINA
HARPAGÓN. (Bajo.) Todo marcha como es debido. (Alto.) ¿Qué hay, Frosina?
FROSINA. ¡Ah, Dios mío! ¡Qué bien estáis, y qué cara más saludable que tenéis!
HARPAGÓN. ¿Quién, yo?
FROSINA. No he visto nunca un cutis tan lozano y saludable.
HARPAGÓN. ¿De veras?
FROSINA. ¡Cómo! No habéis estado jamás en vuestra vida tan joven como ahora, y
veo mozos de veinticinco años más viejos que vos.
HARPAGÓN. Sin embargo, Frosina, tengo sesenta bien cumplidos.
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FROSINA. ¿Y qué? ¿Qué son sesenta años? ¡Vaya una cosa! Es la flor de la edad, y
entráis ahora en la más bella época del hombre.
HARPAGÓN. Es cierto; pero veinte años menos, sin embargo, no me perjudicarían,
creo yo.
FROSINA. ¿Os burláis? No necesitáis eso, y sois de una madera como para vivir
hasta los cien años.
HARPAGÓN. ¿Lo creéis así?
FROSINA. Con seguridad. Tenéis todos los indicios de ello. Erguíos. ¡Oh! Ahí está,
entre vuestros ojos, una señal de larga vida.
HARPAGÓN. ¿Eres entendida en eso?
FROSINA. Sin duda. Mostradme vuestra mano. ¡Ah, Dios mío, qué línea de vida!
HARPAGÓN. ¿Cómo?
FROSINA. ¿No veis hasta dónde llega esta línea?
HARPAGÓN. ¿Y qué quiere decir eso?
FROSINA. A fe mía, he dicho cien años; pero ¡si vais a pasar de los ciento veinte!
HARPAGÓN. ¿Es posible?
FROSINA. Habrá que mataros, digo, y enterraréis a vuestros hijos y a los hijos de
vuestros hijos.
HARPAGÓN. ¡Tanto mejor...! ¿Cómo marcha nuestro negocio?
FROSINA. ¿Es necesario preguntarlo? ¿E intervengo yo en algo que no alcance
éxito? Tengo, para los casamientos sobre todo, un talento especial; no hay partido
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en el mundo que no encuentre yo medio de emparejar en poco tiempo, y creo que, si
se me metiera en la cabeza, casaría al Gran Turco con la República de Venecia. No
había, indudablemente, grandes dificultades en este negocio. Como tengo trato con
ellas, las he hablado a ambas a fondo de vos, y he dicho a la madre la pasión que
habéis concebido por Mariana al verla pasar por la calle y tomar el aire en su
ventana.
HARPAGÓN. .¿Y qué ha contestado?
FROSINA. Ha recibido la proposición con alegría, y cuando la he manifestado que
deseabais grandemente que su hija asistiera esta noche al contrato de esponsales
que debe firmarse para la vuestra, ha accedido ella gustosa y me la ha confiado para
eso.
HARPAGÓN. Es que me veo obligado, Frosina, a dar de cenar al señor Anselmo, y
me alegraría mucho que participase ella del festín.
FROSINA. Tenéis razón. Debe ella, después de comer, visitar a vuestra hija, y desde
aquí tiene el propósito de dar una vuelta por la feria, para venir luego a la cena.
HARPAGÓN.. Pues bien: irán juntas en mi carroza, que les prestaré.
FROSINA. Eso le parecerá muy bien.
HARPAGÓN. Pero, Frosina, ¿has hablado a la madre respecto a la dote que pueda
dar a su hija? ¿Le has dicho que era necesario que ayudase un poco, que hiciese
algún esfuerzo, que se exprimiera en una ocasión como ésta? Porque, eso sí, no se
puede uno casar con una joven sin que aporte algo.
FROSINA. ¡Cómo! Es una joven que os aportará doce mil libras de renta.
HARPAGÓN. ¡Doce mil libras de renta!
FROSINA. Sí. Ante todo, está alimentada y educada con un gran ahorro de
estómago. Es una joven acostumbrada a vivir de ensalada, de leche, de queso y
manzanas, y que no necesitará, por consiguiente, ni mesa bien servida, ni caldos
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exquisitos, ni cebadas mondadas constantes, ni las demás delicadas fruslerías que
requeriría cualquier otra mujer; y esto no representa tan poco que no ascienda todos
los años a tres mil francos, por lo menos. Aparte de esto, sólo le preocupa un aseo
muy sencillo y no le gustan los vestidos costosos, ni las ricas joyas, ni los muebles
suntuosos, a los que tan apasionadamente aficionadas son las de su sexo; y este
capítulo equivale a más de cuatro mil libras al año. Además, siente una aversión
horrible por el juego, lo cual no es corriente en las mujeres de hoy; y conozco a una
de nuestro barrio que ha perdido al treinta y cuarenta veinte mil francos este año.
Mas no contemos sino la cuarta parte. Cinco mil francos al juego, por año, y cuatro
mil en vestidos y joyas, suman nueve mil libras; y poniendo mil escudos para la
comida, ¿no tenéis ahora los doce mil francos contantes y sonantes, al año?
HARPAGÓN. Sí; no está mal; mas esa cuenta no tiene nada de real.
FROSINA. Perdonadme. ¿No es algo real aportaros en matrimonio una gran
sobriedad, la herencia de un gran afán por la sencillez del atavío y la adquisición de
un gran caudal de odio al juego?
HARPAGÓN. Es una chanza querer formar su dote con todos los gastos que ella no
hará. No voy a dar recibo de lo que no me han dado, y tengo que percibir algo.
FROSINA. ¡Dios mío! Ya percibiréis bastante; y ellas me han hablado de cierto lugar
donde tienen bienes, que pasarán a ser vuestros.
HARPAGÓN. Habrá que verlo. Pero queda, Frosina, otra cosa que me inquieta. La
moza es joven, como ves, y las jóvenes, generalmente, sólo aman a los de su edad y
buscan únicamente su compañía; temo que un hombre de mi edad no sea de su
gusto y que esto ocasione en mi casa ciertos pequeños desórdenes que no me
convendrían.
FROSINA. ¡Ah, qué mal la conocéis! Ésa es otra particularidad que pensaba deciros.
Tiene una aversión espantosa por todos los jóvenes, y sólo siente amor por los
viejos.
HARPAGÓN. ¿Ella?
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FROSINA. Sí, ella. Quisiera que la hubierais oído hablar acerca de eso. No puede
soportar en absoluto la vista de un joven, pero siente el mayor encanto, dice ella,
cuando logra ver a un apuesto viejo con una barba majestuosa. Los más viejos son
para ella los más seductores, y os aconsejo que no os hagáis con ella más joven de
lo que sois. Quiere, cuando menos, que sea uno sexagenario; y no hace todavía
cuatro meses, estando a punto de casarse, rompió el compromiso matrimonial
porque descubrió que su amante sólo contaba cincuenta y seis años y no usó
antiparras3 para firmar el contrato.
HARPAGÓN. ¿Por eso tan sólo?
FROSINA. Sí. Dijo que a ella no le satisfacían cincuenta y seis años solamente, y
que le agradaban, sobre todo, las narices que sostenían anteojos.
HARPAGÓN. En verdad, me dices una cosa muy nueva.
FROSINA. Eso va más allá de lo que os pudiera decir. Tiene en su cuarto algunos
cuadros y estampas; mas ¿qué creéis que son: Adonis, Céfalo, Paris y Apolo? No.
Bellos retratos de Saturno, del rey Príamo, del anciano Néstor y del buen padre
Anquises, a hombros de su hijo.
HARPAGÓN. ¡Es admirable! No lo hubiera imaginado nunca; y me satisface mucho
saber que es así su carácter. En efecto: de haber sido yo mujer, no me hubieran
gustado los jóvenes.
FROSINA. Lo creo. ¡Linda cosa para amarlos! ¡Son unos mocosos, unos
presumidos, para sentir antojos por ellos! ¡Y me gustaría saber qué atractivo pueden
ofrecer!
HARPAGÓN. Yo, por mi parte, no los comprendo en absoluto, y no sé cómo hay
mujeres que los aman tanto.
FROSINA. Hay que estar loca de remate. Encontrar amable a la juventud, ¿es tener
juicio? ¿Son hombres unos boquirrubios y puede sentirse apego por esos animales?
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HARPAGÓN. Es lo que digo yo todos los días: ¡con su voz feble, sus tres pelos de
barba levantados como los de un gato, sus pelucas de estopa, sus calzas caídas y
sus estómagos desarreglados!
FROSINA. ¡Eh! ¡Bien formados resultan junto a una persona como vos! Vos sois un
hombre de verdad, que recrea la vista, y hay que estar hecho y vestido así para
engendrar amor.
HARPAGÓN. ¿Me encuentras bien?
FROSINA. ¡Cómo! Embelesáis, y vuestro rostro es digno de ser pintado. Volveos un
poco, por favor. No puede haber nada mejor. Que os vea andar. He aquí un cuerpo
modelado, libre y desenvuelto como es debido y que no altera dolencia alguna.
HARPAGÓN. No padezco ninguna grave, a Dios gracias. Tan sólo mi fluxión me
ataca de cuando en cuando.
FROSINA. ¡Ah, eso no es nada! Vuestra fluxión no os sienta mal, y toséis con gracia.
HARPAGÓN. Y, dime: ¿Mariana no me ha visto aún? ¿No se ha fijado en mí al
pasar?
FROSINA. No; mas hemos hablado mucho de vos. Le he hecho un retrato de vuestra
persona, y no he dejado de alabarle vuestro mérito y lo beneficioso que para ella
sería tener un marido como vos.
HARPAGÓN. Has hecho bien, y te lo agradezco.
FROSINA. Quisiera, señor, haceros un pequeño ruego. Tengo un pleito y estoy a
punto de perder por falta de algún dinero (Harpagón adopta un aire serio.), y podríais
fácilmente proporcionarme la ganancia de este pleito si tuvierais alguna bondad
conmigo. No os podéis imaginar el placer que tendrá ella en veros. (Harpagón
recobra su aire alegre.) ¡ Ah, cómo le gustaréis! ¡Vuestra gorguera a la antigua
producirá un efecto admirable sobre su ánimo! Mas, sobre todo, le encantarán
vuestras calzas atadas a la ropilla con cordones. Es para volverla loca por vos; y un
amante acordonado así será para ella un incentivo maravilloso.
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HARPAGÓN. En verdad, me encantas diciéndome esto.
FROSINA. Os aseguro, señor, que el resultado de este pleito es para mí decisivo.
(Harpagón recobra su aire serio.) Estoy arruinada si lo pierdo; y una pequeña ayuda
reharía mis negocios. Quisiera yo que hubierais visto el embeleso en que se hallaba
oyéndome hablar de vos. (Harpagón recobra su aire alegre.) La dicha estalla en sus
ojos ante el relato de vuestras cualidades; y la he dejado con una impaciencia suma
al ver ese casamiento enteramente concertado.
HARPAGÓN. Me has dado un gran placer, Frosina, y te debo, lo confieso, todas las
gratitudes del mundo.
FROSINA. Os ruego, señor, que me entreguéis el pequeño socorro que os pido.
(Harpagón recobra de nuevo su aire serio.) Esto me repondrá y os quedaré
eternamente agradecida.
HARPAGÓN. Adiós; voy a terminar mi correspondencia.
FROSINA. Os aseguro, señor, que no podríais socorrerme en una mayor necesidad.
HARPAGÓN. Ordenaré que mi carroza esté preparada para llevaros a la fiesta.
FROSINA. No os importunaría si no me viese obligada a ello por la necesidad.
HARPAGÓN. Y cuidaré de que se cene temprano para que no os sintáis
desfallecida.
FROSINA. No me neguéis el favor que os pido. No os podéis imaginar, señor, el gran
placer que...
HARPAGÓN. Me voy. Ahora me llaman. Hasta luego.
FROSINA. (Sola.) ¡Que te den unas fiebres, maldito perro de todos los diablos! El
muy avaro se ha cerrado a todos mis ataques; mas no hay que abandonar, sin
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embargo, la negociación; me queda la otra parte, en último caso, de donde estoy
segura que sacaré una buena recompensa.
ACTO TERCERO
ESCENA PRIMERA
HARPAGÓN, CLEANTO, ELISA, VALERIO, DOÑA CLAUDIA, con una escoba;
MAESE SANTIAGO, MERLUZA y MIAJAVENA
HARPAGÓN. Vamos, venid aquí todos que os comunique mis órdenes para luego y
señale a cada cual su cometido. Acercaos, doña Claudia, y empecemos por vos.
Bien; héteos ya con las armas en la mano. Os recomiendo el trabajo de limpiar por
todas partes, y, sobre todo, tened cuidado de no frotar los muebles con demasiada
fuerza, por miedo a desgastarlos. Además de eso, os encargo que administréis las
botellas durante la cena; y si se extravía alguna o se rompe algo, os haré
responsables de ello y lo descontaré de vuestro salario.
MAESE SANTIAGO. (Aparte.) Hábil castigo.
HARPAGÓN. (A doña Claudia.) Idos.
ESCENA II
Los mismos, menos DOÑA CLAUDIA
HARPAGÓN. A vos, Miajavena, y a vos, Merluza, os encargo de lavar los vasos y de
servir de beber; mas sólo cuando tengan sed y no siguiendo la costumbre de ciertos
lacayos impertinentes, que van a provocar a las gentes avisándolas de que beban
cuando no pensaban hacerlo. Esperad a que os lo pidan más de una vez y acordaos
de servir siempre mucha agua.
MAESE SANTIAGO. (Aparte.) Sí; el vino puro se sube a la cabeza.
MERLUZA. ¿Nos quitamos los casacones de cuadra?
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HARPAGÓN. Si; cuando veáis llegar a las personas, y guardaos mucho de deteriorar
vuestros trajes.
MIAJAVENA. Ya sabéis, señor, que uno de los delanteros de mi ropilla tiene una
gran mancha de aceite de la lámpara.
MERLUZA. Y que yo, señor, tengo mis calzas rotas por detrás y que se me ve, dicho
sea con vuestra licencia...
HARPAGÓN. (A Merluza.) ¡Basta! Colocaos hábilmente contra la pared y mostraos
siempre de frente. (A Miajavena, enseñándole cómo debe colocar su sombrero
delante de su ropilla para tapar la mancha de aceite.) Y vos, sostened así vuestro
sombrero cuando sirváis.
ESCENA III
HARPAGÓN, CLEANTO, ELISA, VALERIO y MAESE SANTIAGO
HARPAGÓN. En cuanto a vos, hija mía, no perdáis de vista lo que se retire de la
mesa y tened cuidado de que no haya ningún estropicio. Esto corresponde a las
hijas. Mas, entretanto, preparaos a recibir bien a mi dueña, que debe venir a visitaros
y a llevaros con ella a la feria. ¿Entendéis lo que os digo?
ELISA. Sí, padre.
ESCENA IV
HARPAGÓN, CLEANTO, VALERIO y MAESE SANTIAGO
HARPAGÓN. Y vos, hijo mío, el galancete a quien tengo la bondad de perdonar la
historia reciente, no vayáis tampoco a ponerle mala cara.
CLEANTO. ¿Yo, padre mío? ¡Mala cara! ¿Y por qué razón?
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HARPAGÓN. ¡Dios mío! Ya sabemos la disposición de los hijos cuyos padres se
vuelven a casar y con qué ojos acostumbran mirar a la que se denomina madrastra.
Mas si deseáis que olvide vuestra última ventolera, os recomiendo, sobre todo, que
festejéis con buen talante a esa persona y que la dispenséis, en fin, la mejor acogida
que os sea posible.
CLEANTO. A deciros verdad, padre, no puedo prometeros sentirme muy satisfecho
de que llegue ella a ser mi madrastra. Mentiría, si os lo dijera; pero en lo que se
refiere a recibirla bien y a ponerla buena cara os prometo obedeceros puntualmente
en tal capítulo.
HARPAGÓN. Poned atención en ello, al menos.
CLEANTO. Ya veréis como no tendréis ocasión de quejaros
HARPAGÓN. Haréis bien.
ESCENA V
HARPAGÓN, VALERIO y MAESE SANTIAGO
HARPAGÓN. Valerio, ayudadme en esto. Veamos, maese Santiago; os he dejado
para el último.
MAESE SANTIAGO. ¿Es a vuestro cochero, señor, o vuestro cocinero, a quien
queréis hablar? Pues yo soy lo uno y lo otro.
HARPAGÓN. Es a los dos.
MAESE SANTIAGO. Mas, ¿a cuál de los dos primero?
HARPAGÓN. Al cocinero.
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MAESE SANTIAGO. Esperad entonces, por favor. (Maese Santiago se quita su
casaca de cochero y aparece vestido de cocinero.)
HARPAGÓN. ¿Qué diantre de ceremonia es ésta?
MAESE SANTIAGO. No tenéis más que hablar.
HARPAGÓN. Me he comprometido, maese Santiago, a dar una cena esta noche.
MAESE SANTIAGO. (Aparte.) ¡Gran maravilla!
HARPAGÓN. Dime: ¿nos darás bien de comer?
MAESE SANTIAGO. Sí; si me facilitáis dinero.
HARPAGÓN. ¡Qué diablo, siempre dinero! Parece que no saben decir otra cosa:
¡dinero, dinero, dinero! ¡Ah! ¡Sólo tienen esa palabra en la boca: dinero! ¡Hablar
siempre de dinero! El dinero es su muletilla.
VALERIO. No he oído nunca una respuesta más impertinente que ésta. ¡Vaya una
maravilla dar una buena comida con mucho dinero! Es la cosa más fácil del mundo, y
no hay mísero ingenio que no haga otro tanto; mas para obrar como un hombre hábil
hay que saber ofrecer una buena comida con poco dinero.
MAESE SANTIAGO. ¡Buena comida con poco dinero!
VALERIO. Sí.
MAESE SANTIAGO. (A Valerio.) A fe mía, señor intendente, os quedaremos muy
agradecidos si nos reveláis ese secreto y ocupáis mi puesto de cocinero; así seréis
dentro el factoton.
HARPAGÓN. Callaos. ¿ Qué necesitaremos?
MAESE SANTIAGO. Aquí tenéis a vuestro señor intendente, que os dará bien de
comer por poco dinero.
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HARPAGÓN. ¡Arre! Quiero que me respondas.
MAESE SANTIAGO. ¿Cuántas personas seréis en la mesa?
HARPAGÓN. Seremos ocho o diez; mas sólo hay que contar ocho. Donde comen
ocho pueden comer muy bien diez.
VALERIO. Eso por descontado.
MAESE SANTIAGO. ¡Pues bien! Se necesitarán cuatro grandes ollas de sopa y
cinco platos... Sopas... Principios...
HARPAGÓN. ¡Diablo! Eso es para dar de comer a una ciudad entera.
MAESE SANTIAGO. Asa...
HARPAGÓN. (Tapando la boca de Maese Santiago con la mano.) ¡Ah, traidor! Te
comerás mi fortuna.
MAESE SANTIAGO. Entremeses...
HARPAGÓN. (Volviendo a poner su mano sobre la boca de Maese Santiago.) ¿Más
aún?
VALERIO. (A Maese Santiago.) ¿Es que pensáis atiborrar a todo e1 mundo? ¿Y el
señor ha invitado a unas personas para asesinarlas a fuerza de condumio? Id a leer
un rato los preceptos de la salud y a preguntar a los médicos si hay algo más
perjudicial para el hombre que comer con exceso.
HARPAGÓN. Tiene razón.
VALERIO. Sabed, maese Santiago, vos y vuestros compañeros, que resulta una
ladronera una mesa llena de viandas en demasía; que para mostrarse
verdaderamente amigo de los que uno invita es preciso que la frugalidad reine en las
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