jueves, 28 de junio de 2012

A BUEN FIN NO HAY MAL PRINCIPIO


William Shakespeare
A BUEN FIN NO HAY
MAL PRINCIPIO
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Dramatis personæ
EL REY DE FRANCIA.
EL DUQUE DE FLORENCIA.
BELTRÁN, Conde del Rosellón.
LAFEU, anciano señor.
PAROLLES, secuaz de Beltrán.
El mayordomo de la condesa del Rosellón.
LAVACHE, bufón de la casa de la condesa.
Un paje.
LA CONDESA DEL ROSELLÓN, madre de Beltrán.
ELENA, dama protegida de la condesa.
Una anciana viuda, de Florencia.
DIANA, hija de la viuda.
VIOLETA y MARIANA, vecinas y amigas de la viuda.
Señores, oficiales, soldados, etc., franceses y florentinos.
ESCENA.-
El Rosellón, París, Florencia, Marsella.
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Acto primero
Escena primera
EN EL ROSELLÓN.- APOSENTO EN EL PALACIO DE LA CONDESA.
Entran BELTRÁN, la CONDESA DEL ROSELLÓN, ELENA y LAFEU, todos de
luto.
LA CONDESA.- Al separarme de mi hijo, entierro a mi segundo esposo.
BELTRÁN.- Y yo, señora, al partir, lloro de nuevo la muerte de mi padre; pero he
de atenerme a las órdenes de su majestad, de quien soy ahora pupilo y por
siempre vasallo.
LAFEU.- Vos, señora, hallaréis en el rey a un esposo; y vos, señor, a un padre. Él,
que tan bueno es en toda ocasión, necesariamente ha de ejercer sus virtudes
tratándose de vosotros, cuyos méritos harían nacer la bondad donde no existiese.
No hay que temer, por tanto, que os falte allí donde abunda.
LA CONDESA.- ¿Qué esperanza hay en el restablecimiento de su majestad?
LAFEU.- Ha renunciado a sus médicos, señora, bajo cuyas prácticas perdía el
tiempo en esperanzas, sin conseguir otro resultado sino perder por siempre toda
esperanza.
LA CONDESA.- Esta joven tenía un padre (¡oh, cuántas tristezas remueve este
tenía!), cuyo talento era casi tan grande como su honradez. De haber sido iguales
uno y otra, hubiera hecho a la naturaleza inmortal; y la muerte, falta de trabajo,
habría permanecido ociosa. ¡Ojalá, por la salud de su majestad, viviera todavía!
Tengo para mí que hubiese desaparecido la enfermedad del rey.
LAFEU.- ¿Y cómo se llamaba el hombre de que habláis, señora?
LA CONDESA.- Era famoso en su profesión y tenía razones para serlo: Gerardo
de Narbona.
LAFEU.- En efecto, señora, fue un célebre doctor. El rey hablaba de él
recientemente con admiración y sentimiento. Su talento le haría vivir aún, si la
ciencia pudiese librarnos de la mortalidad.
BELTRÁN.- ¿Cuál es, buen señor, el padecimiento que aqueja al rey?
LAFEU.- Una fístula, señor.
BELTRÁN.- No he oído nunca hablar de ello.
LAFEU.- Quisiera que la cosa no tuviese tanta importancia. Luego esta joven, ¿es
la hija de Gerardo de Narbona?
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LA CONDESA.- Su única hija, señor, y él la confió a mi cuidado. Fundo en ella las
buenas esperanzas que justifican su educación. Hereda disposiciones que realzan
sus cualidades, pues las buenas cualidades, dirigidas por un espíritu grosero,
conviértense en cualidades ficticias. En esta joven triunfan, toda vez que se
muestran sin artificio y perfeccionadas por su mérito.
LAFEU.- Vuestros elogios, señora, le hacen verter lágrimas.
LA CONDESA.- Esas lágrimas son en una joven el mejor condimento para
sazonar los elogios que se la dirigen. El recuerdo de su padre no se ha despertado
nunca en su corazón sin que la tiranía del pesar robe todo simulacro de vida a sus
mejillas. No hablemos más de esto, Elena, no hablemos más, no vaya a
suponerse que afectáis un dolor que no sentís.
ELENA.- Si manifiesto mi dolor, es que lo sufro.
LAFEU.- La muerte tiene derecho a los pesares moderados; pero una pena
excesiva es el enemigo de los que viven.
LA CONDESA.- Cuando los vivos luchan contra una pena, esa pena sucumbe
antes de su mismo exceso.
BELTRÁN.- Señora, imploro vuestras santas oraciones.
LAFEU.- ¿Qué queréis decir?
LA CONDESA.- ¡Bendecido seas, Beltrán! Sucede a tu padre, así por tus actos
como por tus apariencias. Que tu sangre y tu virtud se disputen el honor de guiarte
y que tu bondad rivalice con tu nacimiento. Ama a todos, fíate de pocos, no hagas
daño a nadie. Procura tener siempre el derecho de humillar a tu enemigo, sin que
abuses de este derecho; conserva a tu amigo bajo la llave de tu propia vida; que
se te reproche tu silencio antes que tus palabras. ¡Que todos los dones que quiera
concederte el Cielo, o que de él obtengan mis palabras, caigan sobre tu cabeza!
Adiós... (A Lafeu.) Es un cortesano sin experiencia. Aconsejadle.
LAFEU.- El mejor consejero será mi abnegación para con él.
LA CONDESA.- ¡El cielo le bendiga!... Adiós, Beltrán. (Sale.)
BELTRÁN (A Elena.)- ¡Que se realicen cuantos deseos formuléis! Sed el consuelo
de mi madre, vuestra protectora, y cuidadla bien.
LAFEU.- Adiós, gentil dama, y sostened la reputación de vuestro buen padre.
(Salen BELTRÁN y LAFEU.)
ELENA.- ¡Oh! ¡Pluguiese a Dios que fuera ésta mi única preocupación! Ya no
pienso en mi padre, y las lágrimas que ojos ilustres han derramado por su
memoria le honran más que las que he vertido yo por él. ¿Cómo era? Lo he
olvidado. Mi memoria no se acuerda sino de Beltrán. ¡Estoy trastornada! ¡La vida
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no existe donde no está Beltrán! ¡Tanto valdría amar a un astro brillante y soñar,
hallándose tan alto, en tenerle por esposo! ¡Puedo regocijarme del resplandor de
su luz; mas no podría girar en su esfera! La ambición de mi amor es para mí un
veneno. La humilde cierva que aspirase al amor del león, estaría condenada a
sucumbir sin esperanza. Era un suplicio, pero un suplicio agradable, verle a todas
horas del día, sentarme a su lado, reproducir sus cejas arqueadas, su mirada de
águila, los rizos de su cabellera en el lienzo de mi corazón, de mi corazón
demasiado ávido de cada una de las líneas, de cada uno de los rasgos de su
rostro encantador. Pero ahora se halla lejos de mí, y nada queda a mi pasión
idólatra sino reliquias que adorar.- ¿Quién va?
(Entra PAROLLES.)
Uno de su séquito. Le quiero a causa de su amo. Y, no obstante, le reconozco por
un mentiroso redomado y sé que es un necio y un poltrón. Mas estos defectos
incorregibles le cuadran tan bien, que ha hallado una acogida favorable, mientras
la virtud de acerados huesos tirita bajo la aspereza del huracán. Por esto vemos
frecuentemente la sabiduría pobre puesta al servicio de la opulenta ignorancia.
PAROLLES.- ¡Dios os guarde, hermosa reina!
ELENA.- ¡Y a vos también, monarca!
PAROLLES.- No soy ningún monarca.
ELENA.- Ni yo reina.
PAROLLES.- ¿Estáis meditando en la castidad?
ELENA.- Sí. Hay en vos algo castrense. Permitidme proponeros una cuestión. El
hombre es contrario a la castidad; ¿cómo nos atrincheraríamos contra él?
PAROLLES.- Teniéndole a cierta distancia.
ELENA.- Pero él aventura nuevos asaltos, y nuestra castidad, aunque valiente en
la defensa, es débil. Indicadme el medio de alguna resistencia bélica.
PAROLLES.- No la hay. El hombre, una vez en posición delante de vos, minará
vuestras defensas y las hará saltar.
ELENA.- ¡Dios preserve nuestra castidad contra los minadores y asaltantes! ¿No
conocéis estrategia alguna militar mediante la cual puedan las vírgenes hacer
saltar a los hombres?
PAROLLES.- Una vez perdida la virginidad, el hombre danzará más presto por los
aires; y aunque consigáis rechazarlo, perderéis la ciudad por la brecha que vos
misma habréis abierto. En la república de la naturaleza es impolítico conservar la
virginidad. La pérdida de una virginidad implica provecho para la nación. Toda
virginidad que nace procede de una virginidad perdida. La tela de que habéis sido
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confeccionada es para concebir nuevas vírgenes. De una virginidad perdida nacen
otras diez. Guardarla siempre, es anularla perpetuamente. Creedme, es una
compañera glacial de la que conviene separarse.
ELENA.- Quiero defenderla todavía, aunque haya de morir virgen.
PAROLLES.- Eso es asunto vuestro, pero resulta contrario a las leyes de la
Naturaleza. Al hacer el elogio de la virginidad, acusáis a vuestra madre, lo que
envuelve una evidentísima falta de respeto. Lo mismo es ahorcarse que morir
virgen. La virginidad es una suicida, que debiera enterrarse en el camino real, lejos
de toda tierra sagrada, como culpable del delito de lesa Naturaleza. La virginidad
engendra más gusanos que el queso. Se consume hasta la última recortadura, y
muere devorando su propia entraña. La virginidad es fastidiosa, orgullosa,
desocupada, llena de egoísmo, y el egoísmo es el pecado más explícitamente
prohibido por los cánones. No la conservéis, que no haréis sino perderla.
Deshaceos de ella. Dentro de diez años la tendréis decuplicada, lo que constituye
un bonito interés sin que el capital sufra por ello ningún quebranto. ¡Fuera con ella!
ELENA.- ¿Y qué hay que hacer, señor, para perderla a gusto?
PAROLLES.- Dejad que reflexione... Es preciso hacer mal, pardiez, ya que es
necesario amar a quien no la ama. La virginidad es una mercancía que,
almacenada, pierde su lustre. Cuanto más se conserva, tanto más desciende de
valor. Deshaceos de ella mientras sea vendible; aprovechaos del momento en que
todavía vale. La virginidad es semejante a un cortesano viejo que lleva un
sombrero pasado de moda, un traje rico, fuera de uso, como esos broches y
mondadientes que ya no se estilan. Un dátil cuadra mejor en un pastel o en un
guiso que en vuestras mejillas; y vuestra virginidad, vuestra vieja virginidad,
aseméjase a una pera de Francia, dañada, fea de ver, sin sabor, pera pasada de
madura; un tiempo buena, pero, a fe, pasada. Eso dicho, marcho ahora a la corte.
¿Queréis algo con ella?
ELENA.- Nada, pues, con mi virginidad. Vuestro amo encontrará allá abajo mil
amores, una madre, una amada, un amigo, un fénix, un jefe, una adversaria, una
guía, una diosa, una soberana, una consejera, una pérfida, su humilde ambición,
su orgullosa humildad, su armonía discordante, su armonioso desacuerdo, su fe,
su dulce desastre, con todo un mundo de maravillas y expresiones cristianas que
murmura el pestañeante Cupido. Entonces será... Yo no sé qué será... ¡Dios le
proteja! La corte es un lugar instructivo, y él es un...
PAROLLES.- ¿Un qué?
ELENA.- Un hombre a quien quiero bien. Lo lamentable...
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PAROLLES.- ¿Qué es lo lamentable?
ELENA.- Que nuestros deseos carezcan de cuerpos que los vuelvan sensibles;
porque nosotras, las desheredadas, a quienes limitan los votos las humildes
estrellas, lograríamos hacer sentir sus efectos a nuestros amigos y mostrar por
realidades lo que tan sólo puede definir nuestro pensamiento, que nunca nos lo
agradece.
(Entra un PAJE.)
EL PAJE.- Monsieur Parolles, mi señor os llama. (Sale.)
PAROLLES.- Adiós, Elenita; de acordarme de vos, en vos pensaré en la corte.
ELENA.- Monsieur Parolles, habéis nacido bajo una estrella propicia.
PAROLLES.- Bajo la constelación de Marte.
ELENA.- Bajo Marte creo.
PAROLLES.- ¿Por qué bajo Marte?
ELENA.- Las guerras os han fatigado de tal modo, que debéis de haber nacido
bajo Marte.
PAROLLES.- Cuando se hallaba en su apogeo.
ELENA.- Más bien cuando estaba en retroceso.
PAROLLES.- ¿Qué os impulsa a suponerlo así?
ELENA.- El que retrocedéis cuando os batís.
PAROLLES.- Es para cobrar ventaja.
ELENA.- Por ello mismo y en interés de nuestra seguridad propia huimos nosotras
también inducidas por el miedo. Sea de ello lo que fuere, el valor y la cobardía, en
amigable consorcio, constituyen en vos una virtud de excelente precio, virtud que
yo estimo infinitamente.
PAROLLES.- Estoy tan lleno de ocupaciones, que no puedo responderte con
agudeza. Quiero volver hecho un perfecto cortesano, y mi experiencia servirá para
educarte, si eres capaz de entender los consejos de un cortesano y los avisos que
te imponga. De otro modo morirás de ingratitud, víctima de tu ignorancia. Adiós.
Cuando tengas tiempo, recita tus plegarias; cuando no lo tengas, acuérdate de tus
amigos, encuentra un buen esposo y trátale como te trate. De suerte que, adiós.
(Sale.)
ELENA.- Con frecuencia pedimos al cielo recursos que residen en nosotros
mismos. El destino celeste nos deja libres en nuestras acciones y no retarda
nuestros designios sino cuando somos lentos en ejecutarlos. ¿Qué poder impulsa
a mi amor a que aspire tan alto? ¿Qué me hace ver aquello de que mi vista no se
sacia? Cualquiera que sea la distancia que separa uno de otro los objetos, a
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menudo la Naturaleza los aproxima como si fuesen idénticos y en un beso los
reúne, sin reparar en diferencias. Las empresas extraordinarias parecen
imposibles a los que, midiendo la dificultad material de las cosas, imaginan que lo
que no ha sucedido no puede suceder. ¿Cuál es la mujer que poniendo en juego
todos los resortes para dar a conocer cuanto vale, no tiene fe en su amor? La
enfermedad del rey... Mis proyectos pueden traicionar mis esperanzas; pero mis
resoluciones son fijas y no fracasaré. (Sale.)
Escena II
PARÍS.- APOSENTO EN EL PALACIO DEL REY.
Toque de cornetas. Entran el REY DE FRANCIA, con cartas en la mano;
SEÑORES y otras personas del séquito.
EL REY.- Los florentinos y los sieneses están por el estruendo. Han combatido
con fortuna equilibrada y continúan guerreando valerosamente.
SEÑOR PRIMERO.- Eso se dice, sire.
EL REY.- Y es verosímil. Nos ha confirmado esa noticia nuestro primo de Austria,
que me advierte que los florentinos se disponen a pedirnos socorro inmediato. Por
donde nuestro muy caro amigo anticipa las proposiciones y parece desear que les
opongamos una repulsa.
SEÑOR PRIMERO.- El afecto y la prudencia de que tantas pruebas ha dado a
vuestra majestad, abogan en favor de una confianza absoluta.
EL REY.- Su intervención ha decidido ya nuestra respuesta y la demanda de los
florentinos se ha desestimado aun antes de llegar su embajador. Sin embargo,
respecto de nuestros gentileshombres que deseen ponerse al servicio de
Toscana, tienen permiso libre para elegir el estandarte que les acomode.
SEÑOR SEGUNDO.- Ello podrá servir de entrenamiento a nuestra joven nobleza,
impaciente por adiestrarse y distinguirse.
EL REY.- ¿Quién viene?
SEÑOR PRIMERO.- Señor, es el conde del Rosellón, el joven Beltrán.
EL REY.- Joven, te pareces a tu padre. La Naturaleza liberal, más celosa que
prematura, te ha modelado perfectamente. ¡Ojalá hayas heredado también las
prendas morales de tu padre! Sé bienvenido a París.
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BELTRÁN.- Mi reconocimiento y mi deber están a las órdenes de vuestra
majestad.
EL REY.- Pluguiere a Dios que conservase aún el vigor que poseía cuando tu
padre y yo, unidos por estrecha amistad, ensayábamos por vez primera nuestra
bravura militar. Era entonces un guerrero consumado, discípulo de los más
valientes. Mucho tiempo resistió, pero la maldita vejez, alcanzándonos a los dos
de medio a medio, vino a cerrar el paso de nuestra carrera. Me rejuvenece hablar
de vuestro bravo padre. Tuvo en su juventud ese espíritu cáustico que observo en
los jóvenes caballeros de nuestros días. Sin embargo, las chanzas de éstos
vuelven a su punto de origen sin haber llamado la atención de nadie, no ocultando,
como aquél, su propia ligereza bajo un barniz de honor. Cortesano cumplido, en
su altivez, en su ironía, jamás se descubrió desdén, ni sarcasmo, a menos que
fuera provocado por un igual. Entonces su honor era el reloj dando el minuto en
que debía hablar, y su lengua obedecía al golpe. Si la provocación partía de un
hombre de calidad inferior, lo trataba como a una criatura de otro rango; hacíale
altivo con su humildad, y su modestia se molestaba ante los elogios
extemporáneos. Semejante hombre debía servir de modelo a la juventud de
nuestra época. Comparando, fácil es reconocer que hemos retrocedido.
BELTRÁN.- Sire, su memoria está inscripta en vuestro corazón con caracteres aun
más gloriosos que sobre su tumba. Así, su epitafio es menos digno para él que
vuestros elogios.
EL REY.- ¡Qué no estuviese yo en su compañía! Solía decir (me parece oírle aún,
porque no en vano sus palabras herían mis oídos, arraigaban en mi alma y
producían sus frutos): «Concédaseme la gracia de morir (por estas palabras
comenzaba su melancolía, después de una inocente jocosidad), concédaseme la
gracia de morir, cuando se haya extinguido el aceite de mi lámpara, antes que
servir de pábilo a los flamantes ingenios mozos, cuya fatuidad desdeña todo lo
que no es nuevo, cuyo entendimiento no se muestra sino en la elección del vestido
y cuya constancia expira antes que la moda». Tales eran sus votos y tales son los
míos después de él. Puesto que ya no aporto a la colmena ni cera ni miel, quisiera
abandonar lo más rápidamente mi tarea para ceder el lugar a otros trabajadores.
SEÑOR SEGUNDO.- Se os ama, sire, y los indiferentes serán los primeros en
lloraros.
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EL REY.- Ocupo un lugar, lo sé... ¿Cuánto tiempo hace, conde, que murió el
médico de vuestro padre? Era muy famoso.
BELTRÁN.- Unos seis meses, señor.
EL REY.- Si viviera todavía, seguiría sus consejos... Dame tu brazo... Los demás
médicos me han destruido a fuerza de medicinas. La Naturaleza y la enfermedad
se debaten a placer dentro de mí. Sé bien venido, conde. Mi hijo no me es más
querido que tú.
BELTRÁN.- Se lo agradezco a vuestra majestad.
(Salen.- Trompetería.)
Escena III
EN EL ROSELLÓN.- APOSENTO EN EL PALACIO DE LA CONDESA.
Entran la CONDESA, su MAYORDOMO y el BUFÓN.
LA CONDESA.- Ahora estoy dispuesta a escucharos. ¿Qué decís de esa dama?
EL MAYORDOMO.- Señora, el cuidado que me tomo en atender a vuestros
deseos, debiera inscribirme en el calendario de mis pasados servicios, pues
herimos nuestra modestia y empañamos el brillo de nuestros méritos cuando
nosotros mismos los publicamos.
LA CONDESA.- ¿Qué hace aquí este bribón? ¡Marchaos, sinvergüenza! Las
quejas que se me han formulado contra vos cierto que no las creo, pero es por
pura indolencia; pues sé que sois lo bastante loco para haberlas justificado,
cometiendo cualquier granujada.
EL BUFÓN.- Ya sabéis señora, que soy un pobre muchacho.
LA CONDESA.- Está bien, señor.
EL BUFÓN.- No, señora; no está bien que yo sea un pobre, aunque muchos de los
ricos se hallen en el infierno. Pero si vuestra señoría quiere darme el permiso para
casarme, Isabel y yo haremos lo que podamos.
LA CONDESA.- ¿Quieres parar en mendigo?
EL BUFÓN.- Visto el caso, limítome a mendigar vuestro consentimiento.
LA CONDESA.- ¿Visto qué caso?
EL BUFÓN.- El caso de Isabel y el mío. El servicio no consiente herencia, y yo no
obtendré jamás la bendición de Dios, sin haber conseguido descendencia de mi
cuerpo, pues se dice que Él bendice los hijos.
LA CONDESA.- Dime la razón por la cual quieres casarte.
EL BUFÓN.- Mi pobre cuerpo es el que lo desea, señora. Me siento atraído por la
carne, y es de punto preciso seguir adelante cuando el diablo tira de uno.
LA CONDESA.- Y ¿ésas son todas las razones de vuestra señoría?
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EL BUFÓN.- A fe mía, señora, existen otras de mayor poder, pues son razones de
piedad.
LA CONDESA.- ¿Podrían saberse?
EL BUFÓN.- He sido, señora, una frágil criatura, como vos y como todas las de
carne y sangre, y quiero casarme para arrepentirme.
LA CONDESA.- De tu matrimonio más bien que de tu fragilidad.
EL BUFÓN.- No tengo amigos, señora, y espero proporcionármelos por conducto
de mi mujer.
LA CONDESA.- ¡Esos amigos son enemigos, estúpido!
EL BUFÓN.- Os equivocáis profundamente, señora. Semejantes amigos son
grandes amigos, pues los infelices vendrán a hacer por mí la tarea de que ya
estoy fatigado. Quien cultive mi campo ahorrará mis bueyes y me descansará para
el tiempo de recoger la cosecha. Si me hace cornudo, yo en cambio hago de él mi
compañero de fatigas. El que consuela a mi mujer cuida mi carne y mi sangre, y el
que alivia mi carne y mi sangre ama mi sangre y mi carne; es así que el que ama
mi carne y mi sangre es mi amigo, ergo el que galantea a mi mujer es mi amigo. Si
los hombres quisieran resignarse a ser lo que son, nada habría que temer en el
matrimonio; porque el joven Charbon, el puritano, y el viejo Poysan, el papista, por
más que sus razones difieran en religión tienen análogas cabezas y pueden
enlazarse sus cuernos corno cualquier ciervo de rebaño.
LA CONDESA.- ¿Siempre has de ser desvergonzado y calumniador miserable?
EL BUFÓN.- Soy profeta, señora, y digo la verdad sin eufemismos.
Pues repetiré la baladaque hallan los hombres llena de verdad;el matrimonio viene
por destino y el cuclillo canta por naturaleza.
LA CONDESA.- Marchaos, señor; no quiero hablar más tiempo con vos.
EL MAYORDOMO.- ¿Queréis decirle, Señora, que llame a Elena? De ella he de
hablaros.
LA CONDESA.- Pícaro, di a mi doncella que quiero hablarle. A Elena me refiero.
EL BUFÓN:
¿Fue esa linda figura, dice ella, la causa de que los griegos destruyesen
Troya?¿Acción loca, loca acciónque hizo la alegría del rey Príamo?Con lo cual
suspiró al detenerse,con lo cual suspiró al detenerse y pronunció esta
sentencia:Entre nueve malas se halla una buena,entre nueve malas se halla una
buena;mas no hay una buena entre diez.
LA CONDESA.- ¡Cómo! ¿Una entre diez? Alteras la copla, bribón.
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EL BUFÓN.- ¡Una buena mujer entre diez, señora! Mejoro la canción. ¡Quiera Dios
servir tan bien al mundo durante todo el año! Nadie se quejaría del diezmo de las
mujeres si yo fuera cura. ¡Una entre diez, decís! Si naciera tan sólo una mujer
buena a la aparición de cada cometa o al ocurrir cada terremoto, mejoraría
bastante la lotería de los hombres. Podemos arrancarnos el corazón antes que
alcanzar una mujer buena.
LA CONDESA.- Marchaos, señor estrafalario y haced lo que os he ordenado.
EL BUFÓN.- ¡Qué hombre, obedeciendo el mandato de una mujer, no haría una
desgracia! Aunque mi probidad no sea de puritano, a nadie causa mal. Llevaría la
sobrepelliz de la humildad sobre la sotana negra de un corazón soberbio. Me voy;
el caso es conducir aquí a Elena. (Sale.)
LA CONDESA.- Hablad ahora.
EL MAYORDOMO.- Sé, señora, que amáis tiernamente a vuestra doncella.
LA CONDESA.- En efecto. Su padre me la confió, y, sin otra recomendación
tendría derecho al cariño que le guardo. Más le debo de lo que la pago, y más le
daré de lo que pida.
EL MAYORDOMO.- Señora, no ha mucho me he encontrado más cerca de ella
que lo que ella misma hubiera deseado. Se hallaba sola y hablaba consigo,
comunicando sus propios pensamientos a sus propios oídos, sin sospechar, lo
juro, que eran escuchados por oídos extraños. El tema de su conversación era su
amor por vuestro hijo. «La fortuna, decía, no es una diosa, puesto que tanta
diferencia ha establecido entre nuestras dos posiciones; ni el amor es un dios, si
no despliega su poder más que entre seres de la misma calidad. Diana no es la
reina de las vírgenes, puesto que permite que sucumba su sacerdotisa al primer
asalto, y sin pagar su rescate.» Todo ello en un tono que permitía adivinar una
pena más amarga de la que nunca pudo caber en una virgen. He creído de mi
deber advertíroslo sin perder tiempo, pues, por si pudiera sobrevenir una
desgracia, os importa saberlo.
LA CONDESA.- Os habéis desembarazado honradamente de un secreto.
Guardadlo en vuestro interior. Algo sospechaba yo por ciertas apariencias; pero,
de pesarlas, la balanza era tan poco sensible, que más me inclinaba a dudar que a
creer. Dejadme, os ruego. Guardad ese secreto en lo más íntimo de vuestra alma
y os agradezco vuestra leal solicitud. En seguida hablaremos más del asunto.
(Sale el MAYORDOMO.)
Igual me sucedió a mí de joven. La Naturaleza ha querido que sea éste nuestro
patrimonio. Es la espina inseparable de la rosa de la juventud. Criaturas de
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sangre, lo llevamos en la sangre. La Naturaleza se manifiesta, se imprime en
nosotros, obligando a nuestra juventud a sentir la invencible pasión del amor.
Basta que recordemos nuestros días pasados para recordar idénticos errores,
aunque entonces no lo fueran para nosotros... Su mirada traiciona su sentimiento.
La observo ahora.
(Entra ELENA.)
ELENA.- ¿Qué deseáis, señora?
LA CONDESA.- Sabéis, Elena, que soy para vos una madre.
ELENA.- Mi honorable ama.
LA CONDESA.- No, una madre. ¿Por qué no una madre? Al decir «una madre»
me pareció que veíais una serpiente. ¿Qué hay en el nombre de madre que os
haga estremecer? Lo repito, soy vuestra madre, y os cuento entre el número de
las que he llevado en mis entrañas. Se ha visto frecuentemente que la adopción
rivaliza en ternura con la Naturaleza, y que nuestra facultad de elegir engendra en
nosotros un germen natural de una semilla extraña. No me habéis hecho sufrir los
dolores de la maternidad, y, no obstante, siento por vos una ternura materna.
¡Dios me perdone, hija mía! ¿Se te hiela la sangre al decir que soy madre tuya?
¿Por qué ese mensajero destemplado de las lágrimas, ese iris de múltiples
colores, aparece en torno de tus ojos? ¿Por qué? ¿Porque os he llamado mi hija?
ELENA.- Pero si no lo soy.
LA CONDESA.- Os repito que soy vuestra madre.
ELENA.- Perdón, señora; el conde de Rosellón no puede ser mi hermano. Mi
nombre es demasiado humilde y el suyo demasiado glorioso. Mis parientes son
obscuros, los suyos todos nobles. Es mi amo, mi caro señor, y yo debo vivir como
su servidora y morir como su vasalla. No puede ser mi hermano.
LA CONDESA.- ¿Ni yo vuestra madre?
ELENA.- Sois mi madre, señora. ¡Ojalá fuerais vos realmente mi madre, con tal de
que mi señor, vuestro hijo, no fuera mi hermano! O que fueseis la madre de los
dos, con tal de que, como le pido fervorosamente al cielo, no sea yo su hermana.
¿No habría posibilidad de que fuera yo vuestra hija sin ser él mi hermano?
LA CONDESA.- Sí, Elena, podríais ser mi hija política. ¡Dios os guarde de
apetecerlo! Esos nombres de madre o hija os causan gran impresión. ¡Cómo!
¿Palidecéis aún? Mis sospechas han sorprendido los secretos de vuestro corazón.
Ahora adivino el misterio de vuestra soledad y por qué derramáis voluntariamente
lágrimas. Es evidente que amáis a mi hijo: no podéis, sin ruborizaros, disimular
vuestra pasión y afirmar lo contrario. Decidrne, pues, la verdad y confesadme
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vuestro amor. Porque, mira, tus mejillas se lo relatan la una a la otra, y tus ojos lo
ven de tal manera en tu actitud, que lo revelan en su lenguaje. Sólo una culpable e
infernal obstinación retiene tu lengua, de miedo de dejar sospechar la verdad.
Habla. ¿Es cierto? Si lo es, has enroscado una buena madeja, si no lo es,
júramelo. Mientras, exijo que me respondas francamente, a fin de que el cielo me
inspire sobre la manera de ayudarte.
ELENA.- ¡Buena señora, perdonadme!
LA CONDESA.- ¿Amáis a mi hijo?
ELENA.- ¡Vuestro perdón, noble dama!
LA CONDESA.- ¿Amáis a mi hijo?
ELENA.- ¿No le amáis vos, señora?
LA CONDESA.- Fuera de rodeos. Mi amor es un sentimiento que todo el mundo
conoce. Vamos, vamos abridme vuestro corazón. Vuestra emoción os traiciona.
ELENA.- Pues bien, confieso aquí, de rodillas, en presencia del cielo y de vos, que
amo a vuestro hijo más que os amo a vos y casi tanto como amo al cielo. Mis
padres eran pobres, pero honrados; así es mi amor. No os ofendáis por ello. Mi
ternura no puede causarle daño alguno. No acaricio acerca de él ninguna mira
ambiciosa. No quisiera obtener su amor antes de haberlo merecido, e ignoro cómo
merecerlo nunca. Sé que le amo en vano y lucho contra la esperanza. He vertido
las aguas de mi amor en una criba horadada de mil agujeros, sin contar con que
he de perderlas. Así, semejante al indio, en mi religioso error, adoro al Sol que
brilla, por aquello de que le adoro, sin preocuparme de más. Queridísima señora,
que vuestro odio no salga al encuentro de mi amor, pues amo lo que vos amáis. Si
vos misma, cuya ancianidad respetable prueba una juventud virtuosa, os habéis
encendido en una tan pura llama, tan casta, tan tierna, que hayáis sido a la vez
Diana y Venus, ¡oh! tened compasión entonces de una desgraciada, cuyo único
recurso estriba en dar o en prestar allí donde está segura de perder, reducida a no
encontrar jamás lo que busca y que, semejante a un enigma, vive del misterio de
lo cual muere.
LA CONDESA.- Responded francamente, ¿no habéis tenido hace poco la
intención de ir a París?
ELENA.- Sí, señora.
LA CONDESA.- ¿Con qué objeto? Decid la verdad.
ELENA.- La diré, lo juro por la gracia del cielo. Ya sabéis que mi padre me dejó
ciertas recetas de unos raros y maravillosos efectos, que su lectura y manifiesta
experiencia le habían indicado como soberanos. Encomendóme que las
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conservara cuidadosamente, como prescripciones que encerraban insospechables
virtudes. Entre ellas hay una eficacísima contra las languideces desesperadas,
enfermedad de que sucumbe el rey.
LA CONDESA.- ¿Era ése el motivo que os impulsaba a ir a París? Responded.
ELENA.- Mi señor, vuestro hijo, fue quien me hizo pensar en ello. De otro modo,
París, la medicina, el rey, jamás hubieran acudido a mi pensamiento.
LA CONDESA.- Pero creéis vos, Elena, que si propusiérais vuestra pretendida
ayuda al rey, ¿la aceptaría? Él piensa como sus médicos: se ha convencido de
que no pueden salvarle, y ellos, por su parte, se hallan persuadidos de que nada
puede intentarse en su favor. ¿Cómo habían de confiarse a una pobre joven
indocta, cuando la Facultad, agotados sus recursos, abandona a sí misma la
enfermedad?
ELENA.- Tengo como un presentimiento, superior a la ciencia de mi padre, que
era, sin embargo, el más famoso de entre los de su profesión, que su excelente
receta será para mí un legado santificado por las más dichosas estrellas del cielo.
Si Vuestro Honor consintiera en dejarme tentar la aventura, me comprometería,
con peligro de mi existencia, a salvar a Su Gracia en el día y hora convenidos.
LA CONDESA.- ¿Lo creéis?
ELENA.- Sí, señora, estoy segura.
LA CONDESA.- Muy bien, Elena; tendrás mi consentimiento, mi amistad, mi bolsa;
las personas de mi séquito te recomendarán a mis amigos de la corte. Yo
permaneceré aquí y recabaré la bendición de Dios para tu empresa. Parte
mañana, convencida de que haré por ti cuanto esté en mi poder. (Salen.)
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Acto segundo
Escena primera
PARÍS.- APOSENTO EN EL PALACIO DEL REY.
Trompetería. Entran el REY con algunos señores jóvenes, que van a despedirse y
partir para la guerra florentina; BELTRÁN, PAROLLES y séquito.
EL REY.- Adiós, jóvenes señores. No olvidéis nunca los principios guerreros. A
vosotros también, adiós. Aprovechaos ambos de mis consejos. Si cada uno de
vosotros se los apropia, la merced será doble de lo que era cuando la recibisteis, y
bastará a los dos.
SEÑOR PRIMERO.- Nuestra esperanza es, señor, volver y hallar a vuestra gracia
en perfecta salud, tras haber aprendido el arte de la guerra.
EL REY.- No, no; eso no puede ser; y, sin embargo, mi corazón no se humilla ante
el mal que amenaza mi existencia. Adiós, jóvenes señores. Viva o muera, sed
dignos hijos de los valientes franceses; que la altiva Italia -que ha heredado
únicamente una raza bastardeada de la decadencia de la última monarquía- vea
que no habéis ido a cortejar la gloria, sino a desposaros con ella. Cuando los más
valientes sucumban, manteneos firmes, a fin de que la fama os aclame. He dicho.
Adiós.
SEÑOR SEGUNDO.- ¡Qué la salud se ponga a las órdenes de vuestra majestad!
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EL REY.- Desconfiad de las italianas. Pretenden que los franceses no son
capaces de rechazar lo que ellas les piden. Procurad no ser cautivos antes de
haber sido soldados.
LOS DOS SEÑORES.- Nuestros corazones no olvidarán vuestros consejos.
EL REY.- Adiós. Ayudadme. (Sale acompañado.)
SEÑOR PRIMERO.- ¡Oh, mi querido señor! ¿Es posible que os quedéis aquí,
marchándonos nosotros?
PAROLLES.- No es por su culpa; el ardor...
SEÑOR SEGUNDO.- ¡Oh! ¡ Son soberbias campañas!
PAROLLES.- ¡Admirable! Yo he visto esas guerras.
BELTRÁN.- Me retienen aquí. No cesan de murmurar en mis oídos: «Sois
demasiado joven; el año que viene; es todavía temprano».
PAROLLES.- Querido amo, si tanto lo deseáis, partid sin pedir permiso.
BELTRÁN.- Me dejan aquí como a un corcel ocioso que inútilmente se impacienta
golpeando el pavimento sonoro. Mientras tanto, los demás cosechan toda la gloria;
y yo no llevo una espada sino para bailar con ella. ¡Por el cielo! Lo mejor será
evadirme.
SEÑOR PRIMERO.- Será una fuga honrosa.
PAROLLES.- Conde, no vaciléis.
SEÑOR SEGUNDO.- Si queréis, seré vuestro cómplice; conque, adiós.
BELTRÁN.- No puedo separarme de vosotros: nuestra separación es un suplicio
insoportable.
SEÑOR PRIMERO.- Adiós, capitán.
SEÑOR SEGUNDO.- Estimado monsieur Parolles...
PAROLLES.- Nobles héroes, mi espada y las vuestras son hermanas. El mismo
centelleo, el mismo resplandor; en una palabra, el mismo temple. Encontraréis en
el regimiento de los de Spinii a cierto capitán llamado Espurio, que tiene una
cicatriz en la mejilla izquierda, indicio fiel de que ha luchado como bueno. Pues
bien, a esta espada lo debe. Decidle que aún vivo, y fijaos bien en lo que él diga
de mí.
SEÑOR SEGUNDO.- Lo haremos, noble capitán. (Salen los SEÑORES.)
PAROLLES.- ¡Hijos mimados de Marte, Dios os proteja! ¿Qué partido tomáis?
BELTRÁN.- Me quedaré. El rey...
(Vuelve a entrar el REY. PAROLLES y BELTRÁN se retiran a un lado.)
PAROLLES.- Sed un poco más cortés con esos nobles señores. Os habéis
encerrado en los límites de una despedida glacial. Sed más expresivo entre ellos,
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porque son los corifeos de la etiqueta: andan, comen, hablan y mueren bajo la
influencia de los iniciadores de la moda, y aunque fuera el mismísimo diablo quien
llevara el compás, habría que imitarles y seguirles. Corred a su alcance y
despedíos con el más caluroso adiós.
BELTRÁN.- Lo, haré.
PAROLLES.- Son dignos compañeros míos, y tengo para mí que se hallan
dispuestos a probar el valor de sus espaldas.
(Salen BELTRÁN y PAROLLES. Entra LAFEU.)
LAFEU (Arrodillándose.)- Perdonadme, señor, por el mensaje que os traigo.
EL REY.- Quiero verte antes levantado.
LAFEU.- Pues ved en pie a un hombre que ha comprado su perdón. Quisiera,
señor, que vos hubierais de postraros ante mí para implorar mi gracia, y que
fueseis también vos el que a mis órdenes se hubiera levantado, como yo acabo de
hacer.
EL REY.- Quisiéralo yo también; y además haberte roto la testa, para haberme
podido postrar de la propia suerte y darte toda clase de satisfacciones.
LAFEU.- A fe mía que hubierais herido de través; pero vengamos a nuestro
propósito, mi honorable señor. ¿Queréis sanar de vuestra enfermedad?
EL REY.- No.
LAFEU.- ¡Oh! ¿No queréis comer uvas, mi real zorro? Sí; bien las quisierais, si
pudieseis alcanzarlas. He dado con un médico mujer, capaz de infundir vida a las
piedras, de animar una roca y de haceros bailar un canario con fuego y
precipitación, cuyo simple contacto tendría poder para resucitar al rey Pepino,
hacer tornar la pluma al grande Carlomagno y escribirle con ella versos de amor.
EL REY.- ¿Quién es esa mujer?
LAFEU.- La doctora Ella. Acaba de llegar, señor; consentid en recibirla. Lo juro por
mi fe y por mi honor, si es que después de la ligereza de exordio puede hablar en
serio. Acabo de hablar con una persona cuyo sexo, edad, palabras, discreción y
firmeza me han maravillado tanto, que me resuelvo a atribuirlo a mi flaqueza de
espíritu. ¿Queréis verla, como ella solicita, y conocer el asunto que aquí la trae?
Después de ello, burlaos de mí como mejor os plazca.
EL REY.- Vamos, buen Lafeu; preséntame el objeto de tu admiración para que la
comparta contigo o la disipe, admirándome de tu propia torpeza.
LAFEU.- No; quedaréis convencido antes de acabar el día. (Sale.)
EL REY.- La especialidad de este hombre son los prólogos largos para no
expresar nada.
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(Vuelve a entrar LAFEU acompañando a ELENA.)
LAFEU.- Acercaos, pues.
EL REY.- Verdaderamente, su prisa tenía alas.
LAFEU.- Venid; aquí tenéis a su majestad. Explicaos. Nada huelo en vos de
conspirador. Aunque su majestad teme poco a los conspiradores de vuestro
talante. Soy el tío de Crésida y no me intranquiliza el dejaros con él a solas. Adiós.
(Sale.)
EL REY.- Vamos a ver, bella joven, ¿soy yo a quien os dirigís?
ELENA.- Sí, mi buen señor. Mi padre fué Gerardo de Narbona, sujeto
incomparable en su profesión.
EL REY.- Lo he conocido.
ELENA.- No voy a detenerme en hacer su elogio, puesto que lo conocisteis. En su
lecho de muerte me legó varias recetas. Una hay, sobre todo, fruto preciosísimo
de su mucha práctica, hija preferida de su larga experiencia, y me recomendó
conservarla como un triple ojo más importante que los otros dos, lo cual he hecho.
Habiendo sabido que vuestra majestad está atacado de la dolencia que puede
eficazmente combatir el remedio especial que mi padre me dejó, vengo con toda
humildad a ofrecerlo junto con mis servicios.
EL REY.- Gracias, muchacha; pero no confío en la curación que me anunciáis.
Cuando nuestros más eminentes doctores nos abandonan; cuando la Facultad
unánime ha declarado que nada puede contra un mal desahuciado, no debo
deshonrar mi criterio, dejarme extraviar por una loca ilusión, hasta el punto de
someter a los empíricos el tratamiento de una enfermedad incurable. No debo
comprometer mi reputación de discreto admitiendo un recurso insensato, siendo
así que todas las tentativas pasadas han sido, a mi modo de ver, inútiles.
ELENA.- Entonces, la conciencia de haber cumplido con el deber compensará mis
fatigas. No insistiré en que aceptéis lo que os proponía, pero os suplico con toda
humildad que os dignéis disponer que me restituyan a los lugares de donde he
venido.
EL REY.- Nada menos puedo concederos, sin pasar por ingrato. Teníais la
intención de aliviarme. Yo os lo agradezco, como un moribundo debe quedar
agradecido a los que hacen votos por su vida. Pero conozco perfectamente mi
estado, que vos ignoráis por completo; comprendo el peligro en que estoy; vos no
podríais conjurarlo.
ELENA.- Visto que habéis renunciado a todos los remedios, ¿qué inconveniente
puede haber en que yo ensaye el mío? El que da cima a obras grandes, las realiza
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a menudo por la intercesión de los más débiles ministros. La Sagrada Escritura
nos ofrece la sabiduría por boca de la infancia, en ocasión precisa en que los
jueces, desde su asiento, no venían a ser más que niños. Se ve a raquíticos
manantiales dar origen a ríos caudalosos, y mares vastos agotarse en presencia
de hombres de autoridad que negaban los milagros. A veces, contando con las
mayores probabilidades, resultan fallidas las esperanzas; y otras se realizan
cuando menos se piensa y más desconfianza se tiene.
EL REY.- No debo escucharos. Adiós, amable muchacha. No habiendo sido
utilizados vuestros servicios, corre el gasto de vuestra cuenta. Ofertas que se
rehusan sólo reciben las gracias por salario.
ELENA.- ¡He aquí el mérito inspirado viendo destruídos sus proyectos con una
sola palabra! Aquel que todo lo conoce, no sufre las equivocaciones que sufrimos
nosotros, pues juzgamos tan sólo por las apariencias, y es grande presunción
nuestra atribuir a los hombres lo que es obra exclusiva del cielo. Tolerad, señor, la
tentativa que quiero hacer en vos; poned a prueba, no a mí, sino al cielo. Yo no
soy un impostor pretendiendo cumplir acciones más importantes que las que
convienen a mi mediocridad. Tengo la certeza, creedlo, de que mi arte no carece
de poder y que vuestra enfermedad no es sin remedio.
EL REY.- ¿Tanta seguridad tenéis? ¿En cuánto tiempo confiáis curarme?
ELENA.- Con el auxilio de Aquél de quien todo auxilio dimana, antes que los
corceles del Sol hayan hecho recorrer a la antorcha de fuego dos veces su círculo
diurno; antes que el húmedo Héspero haya apagado otras dos en las nubes
tenebrosas de Occidente su soporífera lámpara; antes de que el reloj de arena del
piloto haya contado veinticuatro veces la rápida expansión de los minutos, todo lo
que hay en vos de enfermo se separará de la porción sana, volverá la salud a
tomar su curso ordinario, y habrá desaparecido la dolencia.
EL REY.- Sobre vuestra convicción y confianza, ¿qué arriesgáis en garantía?
ELENA.- Ser tachada con la nota de impudente, oír que he tenido el atrevimiento
de una prostituta, ver mi deshonra divulgada por las calles y anunciadas en
infamantes coplas. Exponer mi reputación de virgen, hundirme en la condición
más despreciable y hacerme expirar en medio de los tormentos.
EL REY.- Un espíritu sacrosanto dijérase que habla por vuestra boca, y se me
figura oír su poderosa voz dentro de vuestro débil organismo. Lo que parece
imposible al sentido común, conviértese razonable en vos. Vuestra vida es
preciosa, pues en vos se contiene todo lo que vale la pena de vivir: juventud,
hermosura, sabiduría, valor, virtud; todo lo que la felicidad y la primavera pueden
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llamar feliz. Aventurar todos esos bienes, indicio es de ciencia consumada o de
una monstruosa exasperación. Querida doctora, pondré en práctica cuanto me
prescribáis. Si muero, vuestros propios remedios os acarrearán la muerte.
ELENA.- Si rebaso el tiempo fijado y no os cumplo lo prometido, hacedme morir
sin compasión, pues merecido lo tendré. Si no os curo, la muerte será mi salario;
pero si os salvo, ¿qué me prometéis?
EL REY.- Solicitad lo que queráis.
ELENA.- ¿Y me lo concederéis?
EL REY.- Sí; por mi cetro y por mis esperanzas de salvación.
ELENA.- Entonces, me darás con tu real mano por esposo uno de los nobles
jóvenes que dependen de ti y que yo elegiré. Entendido, desde luego, que no
llevaré mi arrogancia al extremo de hacer recaer mi elección sobre uno de sangre
real francesa, ni pretendo perpetuar mi nombre obscuro y humilde estableciendo
ramificación alguna con un miembro de la corona. Me concretaré a pedirte por
esposo aquel de tus vasallos que yo pueda escoger y que sin escrúpulos puedas
tú otorgarme.
EL REY.- He aquí mi mano: cumplid vuestra promesa; yo satisfaré vuestra
voluntad. Señalad la época a vuestro placer; me abandono enteramente a vuestra
dirección. Quizá debiera interrogaros aún; pero, en último resultado, lo que de vos
pueda saber nada añadíría a la confianza que en vos he puesto. Debería
interrogaros para conocer de dónde venís y quién os ha conducido aquí... Pero
bienvenida seáis; os acepto sin reserva. (Llamando a sus servidores.) ¡Venid a
ayudarme, eh!... Si cumplís lo prometido, lo que yo haga por vos igualará lo que
vos hayáis hecho por mi. (Trompetería.- Salen.)
Escena II
EL ROSELLÓN. APOSENTO EN EL PALACIO DE LA CONDESA.
Entran la CONDESA y el BUFÓN.
LA CONDESA.- Vamos, señor, quiero probar ahora vuestros conocimientos en el
arte de saber vivir.
EL BUFÓN.- Veréis que estoy muy bien nutrido, y muy mal educado.
Indudablemente, no he nacido sino para la corte.
LA CONDESA.- ¡La corte! ¿Y qué haríais en ella, si la corte os da asco? ¡Nada
menos que la corte!
EL BUFÓN.- Verdaderamente, señora, que como Dios le conceda a un hombre
ciertas prendas, puede bien pronto desembarazarse en una corte. Allí, quien no
sabe gallardearse sobre sus piernas, quitarse el sombrero, besar la mano sin
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hablar palabra, no tiene piernas, ni mano, ni boca, ni sombrero; y un compañero
semejante, seamos francos, no está en su sitio en la corte. Pero en lo que a mí se
refiere, tengo una respuesta adecuada para todos los hombres.
LA CONDESA.- A fe que será una buena respuesta aquella que logre satisfacer a
todas las preguntas.
EL BUFÓN.- Es como la silla del barbero, que se acomoda a todas las posaderas:
a las posaderas en punta, a las posaderas redondas, a las posaderas carnosas o
a cualesquiera otras posaderas.
LA CONDESA.- ¿Vuestras respuestas son realmente tan hábiles que cuadran bien
a todas las preguntas?
EL BUFÓN.- Tan bien como diez groats en manos de un procurador, como una
corona francesa en una prostituta vestida de seda, como el junco de Tib en el
índice de Tom como disfraz en martes de Carnaval, la danza morisca en el primer
día de mayo, la clavija en su agujero Y los cuernos en un cornudo, como una
mujer regañona a un marido avinagrado, como los labios de una monja a la boca
de un fraile, como el «puding» a su envoltura.
LA CONDESA.- ¿Tan universal es vuestra respuesta?
EL BUFÓN.- Desde vuestro duque a vuestro constable, se ajusta perfectamente a
todas las preguntas.
LA CONDESA.- Debe ser una respuesta inmensamente larga la que reúna todos
esos caracteres.
EL BUFÓN.- Nada, sino una broma de buen género para el sabio que pueda
apreciarla en su justo valor. Hela aquí, con todas sus propiedades. Preguntadme
si soy un cortesano; en seguida seréis informada.
LA CONDESA.- ¡Volvámonos jóvenes, si es posible! Os propondré la pregunta
como una loca, en la esperanza de que vuestra respuesta me torne prudente...
Decidme, pues, señor, ¿sois cortesano?
EL BUFÓN.- «¡Oh, Lord, sir!». Recurso muy sencillo para salir del apuro. Más,
más, un centenar, si es preciso, de preguntas análogas.
LA CONDESA.- Señor, soy un pobre diablo, uno de vuestros amigos, que os ama
sinceramente.
EL BUFÓN.- «¡Oh, Lord, sir! ¡Firme, firme, no me dejéis respirar!
LA CONDESA.- Pienso, señor, que no podéis comer un manjar tan común.
EL BUFÓN.- «¡Oh, Lord, sir!» Vaya, continuad; a fe mía que encontraréis con
quien hablar.
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LA CONDESA.- No hace mucho tiempo, señor, fuisteis azotado, según me han
dicho.
EL BUFÓN.- «¡Oh, Lord, sir! ¡No me perdonéis!
LA CONDESA.- ¿Decís «¡Oh, Lord, sir!» y «¡No me perdonéis!», cuando se os
azota? Verdaderamente, vuestro «¡Oh, Lord, sir!» es una respuesta muy oportuna.
Veo que responderíais tan bien al azote como si estuvierais a punto de recibirlo.
EL BUFÓN.- Jamás en mi vida me he visto tan mal asistido con mi «¡Oh, Lord,
sir!» Ahora comprendo que las cosas pueden servir mucho tiempo, mas no
siempre.
LA CONDESA.- ¡Bello entendimiento derrochar el tiempo tan alegremente con un
loco!
EL BUFÓN.- «¡Oh, Lord, sir!» ¡Vaya, que ahora está muy oportunamente
colocado!
LA CONDESA.- Acabemos ya, señor. A nuestro asunto. Remitid esta carta a
Elena y decidle que conteste inmediatamente. Mis recuerdos a todos mis
conocidos y a mi hijo. ¡No es mucho exigir esto!
EL BUFÓN.- No es mucho exigir de ellos.
LA CONDESA.- Ni demasiado de vos. ¿Me comprendéis?
EL BUFÓN.- Con muchísimo gusto. Estaré en la corte aun antes de que lleguen
mis piernas.
LA CONDESA.- Regresad a toda prisa. (Salen por diversos lados.)
Escena III
PARÍS.- UN APOSENTO EN EL PALACIO DEL REY.
Entran BELTRÁN, LAFEU y PAROLLES.
LAFEU. - Se dice que pasó la época de los milagros, y tenemos filósofos que
consideran como acontecimientos ordinarios y corrientes los fenómenos
sobrenaturales e incomprensibles. De aquí proviene que nos burlemos de los más
admirables prodigios, atrincherándonos en una ciencia ilusoria, cuando debíamos
ceder humildemente al miedo de lo desconocido.
PAROLLES.- Es el fenómeno más grande de estupefacción de nuestros últimos
tiempos.
BELTRÁN.- Ciertamente.
LAFEU.- Después de haber sido abandonado por todos los empíricos...
PAROLLES. -Es lo que yo digo.
LAFEU.- De Galeno y de Paracelso.
PAROLLES.- Es lo que yo digo.
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LAFEU.- De todos los hombres más privilegiados e ilustres.
PAROLLES.- Ciertamente; es lo que yo digo.
LAFEU.- Que le consideraban como un hombre incurable...
PAROLLES.- Eso es lo que yo digo.
LAFEU.- A quien nada podía ya salvar...
PAROLLES.- Cabalmente; como un hombre de quien...
LAFEU.- La vida era incierta y segura la muerte.
PAROLLES.- Eso mismo; decís bien. Lo que iba a decir yo.
LAFEU.- Puedo afirmar, sin mentir, que es verdaderamente cosa nueva en el
mundo.
PAROLLES.- Verdaderamente. Si queréis una demostración del caso, leed...
¿Cómo llamaríais a esto?
LAFEU.- La Demostración de un efecto divino en un actor terrestre.
PAROLLES.- Es precisamente lo que yo hubiera dicho; exactamente lo mismo.
LAFEU.- Y el caso es que vuestro delfín no es más vigoroso; quiero decir bajo el
aspecto...
PAROLLES.- Sí que es extraño, muy extraño. El procedimiento más breve, pero el
más embarazoso del asunto. Habrá que convenir, por tanto, que es un espíritu
muy perverso quien se resista a reconocer aquí...
LAFEU.- La mano del cielo...
PAROLLES.- Sí, lo que yo digo.
LAFEU.- En el ministro más débil y pusilánime ha resplandecido el poder más
soberano y más trascendental; cosa que, aparte de la curación del rey, es para
que estemos universalmente agradecidos.
PAROLLES.- Es lo que quería yo decir; habéis hablado divinamente. Aquí
tenemos al rey.
(Entran el REY, ELENA y acompañamiento.)
LAFEU. - Lustig!, como dice el holandés. Mientras me quede un diente en mis
encías, amaré a las muchachas. El monarca es ahora capaz de bailar con ella un
coranto.
PAROLLES.- Mort du vinaigre! ¿No es ésta Elena?
LAFEU.- ¡Pardiez! Creo que sí.
EL REY.- Id a llamar a todos los señores de la corte. (Sale uno del séquito). (A
Elena). Libertadora mía, sentaos junto a vuestro enfermo, y recibid por segunda
vez la confirmación de mi promesa de esta mano rejuvenecida a la cual habéis
restituido movimiento y vida. Estoy dispuesto a concederos la merced deseada por
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vos, y sólo aguardo a que me indiquéis el elegido. (Entran varios señores.) Bella
joven, pasead los ojos en torno vuestro. Puedo disponer de todos esos nobles
célibes, sobre los cuales tengo derecho de soberano y de padre. Elegid
libremente; tenéis facultad de escoger, sin que ellos tengan la de rehusar.
ELENA.- ¡Deseo para cada uno de vosotros una bella y virtuosa dama cuando le
plazca al Amor! A todos vosotros, exceptuando a uno solo, sin embargo.
LAFEU.- Daría mi bayo Curtal, con caparazón y todo, a trueque de ser uno de
esos jóvenes y no tener pelo en la barba.
EL REY.- Miradlos bien; no hay uno que no sea de noble padre.
ELENA.- Caballeros, por mediación mía el cielo ha devuelto la salud al rey.
TODOS.- Lo sabemos, y rogamos al cielo por vos.
ELENA.- No soy más que una joven y sencilla doncella, y éste es mi mejor tesoro.
Repito que soy una doncella. Si así place a vuestra majestad, he concluido; mi
rostro se ha puesto encarnado, y parece decirme: «Te ruborizas por el
compromiso en que te ves de elegir. Si te rehusan, imprímase para siempre en tu
rostro la palidez de la muerte; porque jamás se volvería a teñir con ese color».
EL REY.- Escoged. Quien rehuse vuestro amor perdera el mío.
ELENA.- ¡Ahora, Diana, voy a abandonar tus altares! Mis suspiros se vuelven
hacia el Amor, el dios poderoso... Señor, ¿estáis dispuesto a escuchar mi
petición?
SEÑOR PRIMERO.- Y a conformarme con ella.
ELENA.- Gracias, señor; todo lo demás, silencio.
LAFEU.- Más quisiera ser objeto de su preferencia que jugar mi vida a un
«ambesás».
ELENA.- Señor, la nobleza que en vuestros bellos ojos centellea me proporciona
una respuesta severa aun antes de hablar. ¡Quiera el Amor concederos una
fortuna veinte veces más elevada que la del ser que por vos formula ese deseo, y
que su humilde amor!
SEÑOR SEGUNDO.- A nada mejor que a eso aspiro, con vuestro permiso.
ELENA.- ¡Agradeced mi voto y quiera el Amor cumplirlo! Con lo cual me despido
de vos.
LAFEU.- ¿Todos la rehusan? Si fueran hijos míos, mandaría azotarlos o los
enviaría al Turco para hacer eunucos de ellos.
ELENA (Al tercer señor.)- No temáis si tomo vuestra mano. No os haré mal alguno
intencionadamente. ¡Satisfechas sean todas vuestras aspiraciones! Si un día os
casáis, quiera el cielo hallaros mejor en vuestro lecho.
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LAFEU.- Esos jóvenes son de hielo. Ninguno la quiere. A buen seguro que son
bastardos hijos de ingleses. No puede ser que hayan tenido a franceses por
padres.
ELENA (Al cuarto señor.)- Vos sois demasiado joven, demasiado feliz y
demasiado bueno para querer a un hijo formado de mi sangre.
SEÑOR CUARTO.- No pienso yo así, beldad encantadora.
LAFEU.- He ahí un racimo... Seguro estoy de que su padre era bebedor... Pero no
eres un jumento, yo soy un muchacho de catorce años. Te conozco de antiguo.
ELENA (A Beltrán.)- No me atrevo a decir que en vos recae mi elección; pero
desde este momento dedico mi vida a serviros, colocándome por entero bajo
vuestra dirección y a vuestro poder. Éste es el hombre.
EL REY.- Entonces, joven Beltrán, tómala; tu esposa es.
BELTRÁN.- ¿Mi esposa, soberano señor? Permítame vuestra majestad que en un
asunto de tal naturaleza me atenga a mí mismo.
EL REY.- ¿No sabes, Beltrán, lo que ha hecho ella por mí?
BELTRÁN.- Sí, mi buen señor; pero ignoro por qué razón he de tomarla por
esposa.
EL REY.- Bien sabes que me ha sacado casi de mi lecho de muerte.
BELTRÁN.- ¿Y por eso señor, tengo que satisfacer con mi desgracia el premio de
vuestro restablecimiento? La conozco perfectamente; ha sido educada a expensas
de mi padre. ¿Yo casarme con la hija de un pobre médico?... ¡Antes prefiero la
deshonra!
EL REY.- Lo que motiva tu desdén por ella es la ausencia de títulos. Si no es más
que eso, puedo dárselos. ¡Cosa singular! Si se mezclara la diversidad de nuestras
sangres sería imposible distinguirlas por el color, por el peso o por el ardor; ¿de
qué depende, pues, esa diferencia que las separa? Si es verdad que es lo más
virtuosa posible, sí sólo tiene en su contra su calidad de hija de un pobre médico,
sacrificas la virtud a un nombre vano. No obres así. Cuando la virtud resplandece
en medio de una condición obscura, las acciones virtuosas ennoblecen a su
cultivador. Allí en donde los títulos se hinchan, y falta la virtud, no hay más que un
honor abotagado. El bien y el mal son como son intrínsecamente, y de ninguna
manera dependen de los calificativos que se les añaden. No es el nombre, sino el
modo de ser de la cosa lo que constituye su valor. Elena tiene como patrimonio
juventud, virtud y hermosura, bienes que ha merecido de la Naturaleza por línea
recta, y su posesión es muy honrosa. No lo es, en cambio, vanagloriarse de ser
hijo del honor sin asemejarse a su padre. La distinción más gloriosa es la que
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procede de nuestros actos, no aquella que nos han transmitido los antepasados
por herencia. Los simples títulos son esclavos prostituidos en la tumba, mentidos
trofeos que se levantan sobre una soberbia sepultura, mientras que el polvo y un
injusto olvido pesa las más de las veces sobre las cenizas virtuosas. ¿Qué
respondes? Si esa joven te conviene por esposa, puedo yo hacer todo lo demás.
Ella te lleva en dote su persona y su virtud. Yo añadiré títulos nobiliarios y fortuna.
BELTRÁN.- No puedo amarla, ni quiero esforzarme en ello.
EL REY.- Harta vergüenza sería para ti que el amarla te costara algún esfuerzo.
ELENA.- Señor, me siento recompensada sólo con veros restablecido. No
hablemos de lo demás.
EL REY.- Se halla en juego mi honor, y para salvarlo estoy resuelto a desplegar
todo mi poder. Recibe su mano, orgulloso caballero. Indigno eres de esa merced,
tú, que con tus insultantes desdenes rechazas mi cariño y su mérito. Ni siquiera
sospechas que si en uno de los platillos de la balanza se la colocara a ella junto
con el favor que de mí ha merecido (y del que tan poco caso haces) sería mucho
más ligero tu peso. No sabes ver, en fin, que en mi mano está trasplantar tus
honores adonde mejor me parezca hacerlos florecer. Reprime ese menosprecio,
obedece a nuestra voluntad, que por tu bien se desvela; no des oídos a las
sugestiones de un vano orgullo; antes, al contrario, en interés de tu propia fortuna,
apresúrate a obedecer como te lo exige el respeto de mi autoridad. Si así no lo
haces, te retiro para siempre mi favor y desde ahora te abandono a los vértigos y
errores de la juventud y de la ignorancia. Mi venganza y mi odio pesarán con
justicia y sin misericordia sobre tu cabeza. Habla, aguardo tu respuesta.
BELTRÁN.- Perdón, mi gracioso señor. Someto mi amor a vuestros ojos. Cuando
considero los bienes de que sois manantial y el inmenso tesoro de honor que se
adquiere estando a vuestras órdenes nada encuentro que pueda echarse en cara
a la joven que mi noble orgullo me inducía a menospreciar. La aprobación del rey
reemplaza muy bien la baja calidad de su nacimiento.
EL REY.- Tómala su mano y dile que te pertenece. Yo prometo llenar el vacío que
existe entre su fortuna y la tuya, o más bien, aumentar considerablemente esta
última.
BELTRÁN.- Tomo su mano.
EL REY.- Sonrían a este enlace la felicidad y el favor del rey. Al consentimiento de
las partes seguirá inmediatamente la ceremonia, que se verificará esta misma
noche, aplazando las fiestas para cuando lleguen nuestros amigos ausentes. Yo
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mediré tu adhesión a mí por tu amor a ella. De otra suerte cometerás un grave
yerro.
(Sale el REY con su séquito, seguido de BELTRÁN, ELENA y SEÑORES.)
LAFEU.- Oíd, caballero, una palabra, si os place.
PAROLLES.- ¿Qué se os ofrece, señor?
LAFEU.- Vuestro amo y señor ha hecho muy bien en retractarse.
PAROLLES.- ¿Retractarse? ¡Mi señor!... ¡Mi amo!
LAFEU.- Sí. ¿No hablo acaso en lenguaje inteligible?
PAROLLES.- Lenguaje algo brusco para mis oídos y que no puede comprenderse
sin que determine un derramamiento de sangre. ¡Mi amo!
LAFEU.- ¿Sois camarada del conde del Rosellón?
PAROLLES.- De cualquier conde puedo serlo y de quienquiera que sea hombre.
LAFEU.- Querréis decir de cualquiera que sea criado de conde. En cuanto a ser
amo del mismo, es otro negocio.
PAROLLES.- Sois muy viejo, señor; básteos saber que sois muy viejo.
LAFEU.- Pues te diré, bergante, que también tengo calidad de hombre, a la cual
no llegarás tú con toda la edad.
PAROLLES.- No me atrevo a hacer aquello a que pudiera atreverme con vos.
LAFEU.- En las dos veces que he cenado contigo te he considerado un mozo
razonable. Relatabas bastante bien tus viajes, lo cual podía aceptarse. Sin
embargo, al ver los gallardetes y banderolas con que te empavesabas, sospeché
que no eras navío de gran porte. Te he encontrado ahora y aun cuando te
perdiera, poco me importaría. No vales más que para que te lleven la contraria, ni
mereces la pena de que se fijen en ti.
PAROLLES.- Si no tuvierais el privilegio de la edad, que os impide defenderos...
LAFEU.- No te encolerices tan pronto, no sea que después te arrepientas. Pero
no... ¡Tenga Dios lástima de un cobarde como tú! Queda con Dios, puerta
resquebrajada; ninguna necesidad tengo de abrirte, pues veo a través de ti. Dame
tu mano.
PAROLLES.- Señor, me estáis ultrajando de una manera indigna.
LAFEU.- Sí, Con todo mi corazón y merecido lo tienes.
PAROLLES.- No, señor, no lo merezco.
LAFEU.- Sí, a fe que mereces cada dracma de esa indignidad, de que yo no
batiría ni un gramo.
PAROLLES.- Está bien; en adelante seré más discreto.
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LAFEU.- Lo más pronto posible. Mucho tienes que hacer para ello. Si alguna vez
te agarrotan con tus propios gallardetes, tras apalearte, conocerás entonces lo que
da de sí el juntar el orgullo con el servilismo. Tengo ganas de continuar nuestras
relaciones, o más bien, el estudio que de ti estoy haciendo, para poder decir en
alguna ocasión: «Ved aquí a un hombre a quien conozco».
PAROLLES.- Señor, me estáis vejando de una manera insoportable.
LAFEU.- Quisiera infligirte las penas del infierno, y prolongar así eternamente tu
aflicción. Pero mi vigor se marcha, y yo quiero marcharme igualmente de tu
presencia con tanta rapidez como me permita mi edad. (Sale.)
PAROLLES.- Un hijo tienes en el cual lavaré esa afrenta, granuja, impertinente y
asqueroso viejo. Vaya, paciencia: con estos grandes señores no puede uno nada.
En ofreciéndoseme ocasión oportuna, me batiré con él, aunque fuese dos veces
un doble lord. No tendré más miramientos con su edad que si fuera... ¡Oh! Le
golpearé, si llego a encontrarlo en mi camino.
(Vuelve a entrar LAFEU.)
LAFEU.- ¡Bribonazo! Vuestro dueño y señor se ha casado, os lo anuncio. Tenéis
una nueva ama.
PAROLLES.- Ruégoos con insistencia que no continuéis en vuestras
impertinencias. Él es mi benévolo señor. Pero yo no tengo otro dueño más que
Aquél de allá arriba, a quien sirvo.
LAFEU.- ¿Quién? ¿Dios?
PAROLLES.- Sí, señor.
LAFEU.- Al diablo es a quien tú sirves. ¿A qué cruzar los brazos de esa manera?
¿Quieres hacer calzones de tus mangas? ¿Hacen otro tanto los demás criados?
Por mi honor, que si fuese tan sólo dos horas más joven de lo que soy, te
apalearía. A lo que veo, eres objeto de aversión universal, y todos debieran
sacudirte. Paréceme que has sido creado para que las gentes te soplen a la cara.
PAROLLES.- Vuestro tratamiento es duro, y disto mucho de merecerlo, señor.
LAFEU.- Vamos, señor; que fuiste zurrado en Italia por haber sacado una pepita
de una granada. Eres un vagabundo y no un verdadero viajero. Tienes más
desenfado para con los señores y demás personajes ilusres de lo que te permiten
el escudo de armas de tu nacimiento y tus cualidades. No mereces otro título sino
el de sinvergüenza. Te dejo. (Sale.)
(Entra BELTRÁN.)
PAROLLES.- Bien, muy bien, así es... Bien está; guardémoslo en secreto por
ahora.
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BELTRÁN.- ¡Perdido para siempre, y condenado a eternas inquietudes!
PAROLLES.- ¿Qué tenéis, mi caro amigo?
BELTRÁN.- Aunque con toda solemnidad la haya aceptado por mujer ante el altar,
jamás compartiré su lecho.
PAROLLES.- ¿Qué hay, caro amigo mío?
BELTRÁN.- ¡Oh! Mi querido Parolles, me han casado. Quiero marchar cuanto
antes a la guerra de Toscana, y así evitaré el admitirla en mi lecho.
PAROLLES.- Francia es una perrera, que no merece ser pisada por un hombre
honrado. ¡A la guerra!
BELTRÁN.- Aquí hay cartas de mi madre, cuyo contenido ignoro todavía.
PAROLLES.- Pues convendría saberlo. ¡A la guerra, mi niño, a la guerra! Mantiene
su honor encerrado dentro de una caja el que acaricia en su hogar a su media
naranja, gastando entre sus brazos el vigor viril que debería emplear en vencer los
brincos y la fogosidad del ardiente corcel de Marte. Partamos para otros climas.
Francia es un establo, y cuantos permanezcamos en ella somos unos rocines.
¡Ea, pues! ¡A la guerra!
BELTRÁN.- Estoy decidido. A ella la mandaré a mi casa. Haré sabedora a mi
madre del odio que le tengo y del motivo de mi fuga; escribiré al rey lo que no me
atrevo a decirle de palabra. Las mercedes que acaba de prodigarme costearán los
gastos que pueda hacer durante esas guerras de Italia en que tantos valientes han
ido a combatir. La guerra es un estado apacible al lado de un hogar lúgubre y de
una mujer a quien se detesta.
PAROLLES.- ¿Tenéis la seguridad de la constancia de ese «capriccio»?
BELTRÁN.- Entrad conmigo en ese aposento, y aconsejadme. Quiero despedirla
inmediatamente. Mañana marcharé para Italia y la abandonaré al aislamiento de
su dolor.
PAROLLES.- En hora buena, esas son balas que rebotan y hacen ruido. La cosa
es dura. Un joven que se casa está perdido. Partamos pues, y abandonémosla
con toda valentía. El rey os ha ultrajado. Pero... ¡Bah! Eso no importa. (Salen.)
Escena IV
OTRO APOSENTO EN EL PALACIO.
Entran ELENA y el BUFÓN.
ELENA.- Mi madre me envía sus afectuosos recuerdos; ¿está bien?
EL BUFÓN.- No mucho, y, sin embargo, goza de excelente salud. Está alegre, y
sin embargo, no se encuentra bien. Gracias a Dios, está perfectamente; nada le
hace falta en este mundo; pero eso no impide el que no esté bien.
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ELENA.- Si está muy bien, ¿qué mal puede sufrir?
EL BUFÓN.- En verdad, está muy bien, excepto en dos cosas.
ELENA.- ¿Y cuáles son esas dos cosas?
EL BUFÓN.- La una, que no está en el cielo, ¡adonde Dios quiera llevarla pronto!
La otra, que está en la tierra, ¡de donde quiera el cielo sacarla en seguida!
(Entra PAROLLES.)
PAROLLES.- Dios os bendiga, afortunada señora.
ELENA.- Me alegro, señor, de que mi felicidad haya obtenido vuestra aprobación.
PAROLLES.- Mis ruegos son de que vaya siempre en aumento y que perdure
constantemente... ¡Hola!... ¿Eres tú, pícaro? ¿Cómo está nuestra anciana señora?
EL BUFÓN.- Con tal que vos tengáis sus arrugas, y yo su dinero, quisiera que
sucediese tal cual habéis dicho.
PAROLLES.- ¡Pero si no digo nada!...
EL BUFÓN.- A fe que obráis todo lo más cuerdamente posible. A menudo la
lengua de un criado ocasiona a su amo su ruina. No decir, no hacer, no saber
cosa alguna, constituye la mayor parte de vuestro mérito, que es, poco más o
menos, equivalente a nada.
PAROLLES.- ¡Atrás, pícaro!
EL BUFÓN.- Hubierais debido decir que soy un pícaro que habla a otro pícaro.
Ésa habría sido la verdad, señor.
PAROLLES.- Eres un loco ingenioso; te conozco.
EL BUFÓN.- ¿Es dentro de vos donde me conocéis? ¿O es que os han enseñado
la manera de conocerme? Las pesquisas no han sido infructuosas, y podéis
comprender que en vos hay mucho de loco, con gran contento del mundo y con
evidente acrecentamiento de sus risas.
PAROLLES.- Avisado tunante y harto bien nutrido, a fe mía... Señora, mi señor
parte esta misma noche; un negocio muy serio lo exige. Sabe lo que os debe;
reconoce los deberes que le impone el amor, pero se ve en la precisión de aplazar
su cumplimiento. Esa abstinencia y esas dilaciones serán compensadas después
con delicias inefables, y resultará más dulce la felicidad que les suceda, en cuanto
el placer se llene hasta los bordes.
ELENA.- ¿Exige algo más de mí?
PAROLLES.- Que os despidáis inmediatamente del rey, haciendo como si de vos
procediera esa determinación, y disfrazándola con todos los pretextos que os
puedan parecer de necesidad.
ELENA.- Y ¿qué más ordena?
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PAROLLES.- Que luego de haber conseguido la aprobación del rey, aguardéis sus
órdenes ulteriores.
ELENA.- Obedeceré puntualmente.
PAROLLES.- Voy a decírselo.
ELENA.- Os lo suplico... Vamos, bribón. (Salen.)
Escena V
OTRO APOSENTO DEL MISMO PALACIO.
Entran LAFEU y BELTRÁN.
LAFEU.- Pero Vuestra Señoría no le tendrá por guerrero.
BELTRÁN.- Sí, y por guerrero valiente y probado.
LAFEU.- Será que os lo ha dicho él.
BELTRÁN.- Tengo, además, testimonios fidedignos.
LAFEU.- Entonces mal va mi cuadrante. Había tomado a esa alondra por un
verderón.
BELTRÁN.- Os aseguro, señor, que es hombre muy instruido y no menos valiente.
LAFEU.- En ese caso, he faltado contra su ilustración y he pecado contra su
bravura. Mi posición es tanto más peligrosa cuanto que por más que interrogue a
mi conciencia, no puedo resolverme al arrepentimiento... He aquí viene;
reconciliadme, os lo suplico; quiero proseguir en su amistad.
(Entra PAROLLES)
PAROLLES (A Beltrán.)- Todo será ejecutado, señor.
LAFEU (A Parolles.)- ¿Sabríais decirme cuál es su sastre?
PAROLLES.- ¡Señor!
LAFEU.- ¡Oh! Le conozco; efectivamente, señor, es un artista excelente,muy buen
sastre.
BELTRÁN.-(Aparte a Parolles.) ¿Se ha avistado ya ella con el rey?
PAROLLES.- Sí.
BELTRÁN.- ¿Partirá esta misma noche?
PAROLLES.- Cuando queráis.
BELTRÁN.- He escrito ya mis cartas, he encerrado en el cofre mi dinero, y he
dado las órdenes para que me tengan preparados los caballos. Esta misma noche,
en la hora precisa en que debiera tomar posesión de mi desposada, antes de
comenzar...
LAFEU.- No es desdeñable un buen viajero para oír sus relatos al final de una
comida. Pero el que miente en las tres terceras partes de sus cuentos y emplea
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una verdad conocida para hacer tragar mil embustes, ese tal merece que le oigan
una vez tan sólo y que le sacudan tres... ¡Dios os guarde, capitán!
BELTRÁN.- ¿Ha habido algún disgusto entre este señor y vos?
PAROLLES.- No sé cómo habré podido caer en desgracia de este noble señor.
LAFEU.- Completamente, con botas y espuelas. Y en habiendo salido del
atolladero en que estáis, huiréis a todo escape sin pedir el resto, como bufón que
salta sobre la crema.
BELTRÁN.- Quizá os habéis engañado en lo que a él se refiere.
LAFEU.- Eso me sucedería siempre, aunque le sorprendiera en la oración. Adiós,
señor, y creedme, no puede haber almendra dentro de esa ligera cáscara de nuez;
toda su alma está en sus vestidos. No os fiéis de él en materias tan importantes;
he domesticado animales de esa familia y conozco sus caracteres. (A Parolles.)
Adiós, monsieur. He hablado de vos mejor que lo habéis merecido o que nunca
mereceréis. Pero nos está mandado hacer bien por mal. (Sale.)
PAROLLES.- Es un hombre vano, os lo juro.
BELTRÁN.- Así lo creo.
PAROLLES.- ¡Pues qué!... ¿no le conocéis?
BELTRÁN.- Sí; le conozco perfectamente; goza de buena reputación... Ya llegó mi
pesadilla.
(Entra ELENA.)
ELENA.- Señor, según me habéis ordenado, acabo de presentarme al rey,
consiguiendo el permiso para partir inmediatamente. Sin embargo, deseo hablaros
en particular.
BELTRÁN.- Obedeceré. No os extrañe, Elena, mi proceder, que no parece
acomodarse a las circunstancias y que no responde a lo que se podía esperar de
mí. No estaba preparado para este enlace; y esto es causa del desorden y
confusión en que me veis. Por esto os suplico que os pongáis inmediatamente en
camino para restituiros a mi casa. No me preguntéis la razón; contentaos con
adivinarla, porque mis razones son más poderosas de lo que a primera vista
parece, así como son urgentes las necesidades que me apremian y que vos
ignoráis. Esto es para mi madre. (Le entrega una carta.) No os veré hasta de aquí
a dos días. De consiguiente, os dejo a la dirección de vuestra prudencia.
ELENA.- Señor, soy vuestra sierva obediente. Es cuanto puedo deciros.
BELTRÁN.- ¡Vamos, vamos! No hablemos de eso.
ELENA.- Mientras viva, trabajaré para adquirir lo que me falta. Mi humilde estrella
me ha impedido alcanzar tan alta fortuna.
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BELTRÁN.- Dejemos eso; llevo prisa. Adiós. Volveos a mi casa.
ELENA.- Perdonadme, señor, os ruego.
BELTRÁN.- Bien. ¿Qué queréis decir?
ELENA.- No soy digna del tesoro que poseo. No me atrevo a decir que es mío, y,
sin embargo, lo es... Pero, a la manera de un ladrón medroso, quisiera hurtar lo
que legítimamente me pertenece.
BELTRÁN.- ¿Que deseáis?
ELENA.- Cualquier cosa... Poco... Nada en verdad... No me atrevo a decir lo que
quisiera, señor... Pero, no... Lo diré. Los extraños, los enemigos, se separan, pero
no se abrazan...
BELTRÁN.- No nos retardemos, os lo pido. ¡A caballo!
ELENA.- No infringiré vuestras órdenes, mi buen señor.
BELTRÁN.- (A Parolles.) ¿Dónde están los otros de mi acompañamiento,
monsieur?... (A Elena.) ¡Adiós! (Sale ELENA.)
BELTRÁN.- ¡Corre a mi castillo, en el cual no pondré los pies mientras pueda
empuñar una espada u oír el tambor!... (A Parolles.) ¡Partamos y salvémonos!
PAROLLES.- ¡Bravo! ¡«Coragio»!... (Salen.)
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Acto tercero
Escena primera
FLORENCIA.- ANTE EL PALACIO DEL DUQUE.
Trompetería.- Entran el DUQUE DE FLORENCIA, con su séquito; dos SEÑORES
franceses y SOLDADOS.
EL DUQUE.- Habéis entendido exactamente los motivos de esta guerra, cuyos
grandes intereses han hecho verter ya mucha sangre, la cual a su vez hace
aumentar la sed de derramarla.
SEÑOR PRIMERO.- La contienda parece santa de parte de vuestra alteza, y por
la de los enemigos parece inicua y odiosa.
EL DUQUE.- Lo que me admira es que nuestro primo el rey de Francia pueda, en
causa tan justa, cerrar su corazón a nuestras súplicas y rehusarnos el apoyo.
SEÑOR SEGUNDO.- Noble príncipe, no puedo ilustraros sobre los verdaderos
motivos que tiene nuestro gobierno para abstenerse, ni hablar de aquéllos más
que como hombre vulgar que no está en el secreto de los negocios e interpreta el
augusto consejo de los reyes según sus imperfectos y obscuros conocimientos.
Por esto no me atrevo a emitir mi opinión sobre el particular, tanto más cuanto que
me he engañado en mis inciertas conjeturas siempre que he intentado penetrar los
misterios del Estado.
EL DUQUE.- Que haga Francia en esto lo que mejor le acomode.
SEÑOR SEGUNDO.- Yo tengo la seguridad de que nuestra juventud francesa,
que se aburre en la ociosidad, acudirá en tropel todos los días al lado nuestro,
como el que busca un remedio.
EL DUQUE.- Será bien recibida, y la recompensaré con todos los honores que
pueda prodigar. Conocéis ya vuestros puestos. Grandes ascensos habrá para
vosotros,cuando los principales jefes del ejército sucumban. Su caída os elevará a
su dignidad... Mañana nos veremos en el campo de batalla. (Trompetería. Salen.)
Escena II
EN EL ROSELLÓN.- APOSENTO EN EL PALACIO DE LA CONDESA.
Entran la CONDESA y el BUFÓN.
LA CONDESA.- Todo ha sucedido como yo esperaba, menos que él no viene con
ella.
EL BUFÓN.- Por mi fe, considero a mi joven señor como un verdadero
melancólico.
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LA CONDESA.- ¿En qué te fundas? Veamos.
EL BUFÓN.- Pues en que contempla sus botas y canta; se ajusta la gorguera y
canta; hace algunas preguntas y canta; límpiase los dientes y canta. Conocí a un
hombre con ese género de melancolía, que llegó a vender todo un palacio por una
canción.
LA CONDESA.- Sepamos lo que ha escrito y cuándo piensa volver. (Abriendo una
carta.)
EL BUFÓN.- No me interesa Isabelita, desde que salí de la corte. Nuestras
doncellas y nuestras Isabelitas del campo en nada se parecen a las doncellas y a
las Isabelitas de la Corte. Quebrantado está el cerebro de mi Cupido, Y comienzo
a amar como un anciano ama el dinero; sin apetito y sin placer.
LA CONDESA.- ¿Qué tenemos aquí?
EL BUFÓN.- Ni más ni menos que lo que ahí tenéis. (Sale.)
LA CONDESA (Leyendo.)- «Os envío una nuera: ella ha curado al rey y me ha
perdido a mí. La he tomado por esposa, pero le he rehusado el lecho y jurado un
«no» eterno. No faltará quien os comunique mi evasión. Sabed1a antes de que os
llegue por la voz del público. Mientras el mundo sea suficientemente amplio,
pondré la mayor distancia entre ella y yo. Aceptad mi consideración y respeto.
Vuestro desgraciado hijo, Beltrán.» Joven temerario e incorregible, mal procedes
despreciando de esa suerte los favores de un rey tan bondadoso y atrayendo
sobre tu cabeza su indignación, por rehusar a una joven harto virtuosa y que no
debe ser desechada ni siquiera por el mismo monarca.
(Vuelve a entrar el BUFÓN.)
EL BUFÓN.- ¡Oh señora! Corren por ahí muy tristes noticias entre dos soldados y
mi joven ama.
LA CONDESA.- Pues ¿qué sucede?
EL BUFÓN.- Nada, porque hay algo consolador en tales nuevas. Vuestro hijo no
será muerto tan pronto como yo suponía.
LA CONDESA.- ¿Y por qué han de matarle?
EL BUFÓN.- Quiero decir, señora, que ha huido y está en salvo, según se susurra.
El peligro consistía en permanecer al lado de la mujer, que es la desgracia de los
hombres, si bien es ella el único medio para tener hijos. Pero, mirad, ya vienen;
ellos se explicarán mejor. Por lo que a mi se refiere, sólo puedo decir que se salvó
vuestro hijo. (Sale.)
(Entra ELENA acompañada de dos GENTILESHOMBRES.)
GENTILHOMBRE PRIMERO.- Dios os guarde, apreciable condesa.
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