William Shakespeare
A BUEN FIN NO
HAY
MAL PRINCIPIO
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Dramatis personæ
EL REY DE FRANCIA.
EL DUQUE DE FLORENCIA.
BELTRÁN, Conde del Rosellón.
LAFEU, anciano señor.
PAROLLES, secuaz de Beltrán.
El mayordomo de la condesa del Rosellón.
LAVACHE, bufón de la casa de la condesa.
Un paje.
ELENA, dama protegida de la condesa.
Una anciana viuda, de Florencia.
DIANA, hija de la viuda.
VIOLETA y MARIANA, vecinas y amigas de la viuda.
Señores, oficiales, soldados, etc., franceses y
florentinos.
ESCENA.-
El Rosellón, París, Florencia, Marsella.
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Acto primero
Escena primera
EN EL ROSELLÓN.- APOSENTO EN EL PALACIO DE LA CONDESA.
Entran BELTRÁN, la CONDESA
DEL ROSELLÓN, ELENA y LAFEU, todos de
luto.
BELTRÁN.- Y yo, señora, al partir, lloro de nuevo la muerte de mi
padre; pero he
de atenerme a las órdenes de su majestad, de quien soy ahora pupilo y
por
siempre vasallo.
LAFEU.- Vos, señora, hallaréis en el rey a un esposo; y vos, señor, a
un padre. Él,
que tan bueno es en toda ocasión, necesariamente ha de ejercer sus
virtudes
tratándose de vosotros, cuyos méritos harían nacer la bondad donde no
existiese.
No hay que temer, por tanto, que os falte allí donde abunda.
LAFEU.- Ha renunciado a sus médicos, señora, bajo cuyas prácticas
perdía el
tiempo en esperanzas, sin conseguir otro resultado sino perder por
siempre toda
esperanza.
tenía!), cuyo talento era casi tan grande como su honradez. De haber sido
iguales
uno y otra, hubiera hecho a la naturaleza inmortal; y la muerte, falta
de trabajo,
habría permanecido ociosa. ¡Ojalá, por la salud de su majestad,
viviera todavía!
Tengo para mí que hubiese desaparecido la enfermedad del rey.
LAFEU.- ¿Y cómo se llamaba el hombre de que habláis, señora?
de Narbona.
LAFEU.- En efecto, señora, fue un célebre doctor. El rey hablaba de él
recientemente con admiración y sentimiento. Su talento le haría vivir
aún, si la
ciencia pudiese librarnos de la mortalidad.
BELTRÁN.- ¿Cuál es, buen señor, el padecimiento que aqueja al rey?
LAFEU.- Una fístula, señor.
BELTRÁN.- No he oído nunca hablar de ello.
LAFEU.- Quisiera que la cosa no tuviese tanta importancia. Luego esta
joven, ¿es
la hija de Gerardo de Narbona?
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buenas esperanzas que justifican su educación. Hereda disposiciones
que realzan
sus cualidades, pues las buenas cualidades, dirigidas por un espíritu grosero,
conviértense en cualidades ficticias. En esta joven triunfan, toda vez
que se
muestran sin artificio y perfeccionadas por su mérito.
LAFEU.- Vuestros elogios, señora, le hacen verter lágrimas.
sazonar los elogios que se la dirigen. El recuerdo de su padre no se
ha despertado
nunca en su corazón sin que la tiranía del pesar robe todo simulacro
de vida a sus
mejillas. No hablemos más de esto, Elena, no hablemos más, no vaya a
suponerse que afectáis un dolor que no sentís.
ELENA.- Si manifiesto mi dolor, es que lo sufro.
LAFEU.- La muerte tiene derecho a los pesares moderados; pero una pena
excesiva es el enemigo de los que viven.
antes de su mismo exceso.
BELTRÁN.- Señora, imploro vuestras santas oraciones.
LAFEU.- ¿Qué queréis decir?
como por tus apariencias. Que tu sangre y tu virtud se disputen el
honor de guiarte
y que tu bondad rivalice con tu nacimiento. Ama a todos, fíate de
pocos, no hagas
daño a nadie. Procura tener siempre el derecho de humillar a tu
enemigo, sin que
abuses de este derecho; conserva a tu amigo bajo la llave de tu propia
vida; que
se te reproche tu silencio antes que tus palabras. ¡Que todos los
dones que quiera
concederte el Cielo, o que de él obtengan mis palabras, caigan sobre
tu cabeza!
Adiós... (A Lafeu.) Es un cortesano sin experiencia.
Aconsejadle.
LAFEU.- El mejor consejero será mi abnegación para con él.
BELTRÁN (A Elena.)- ¡Que se realicen cuantos deseos formuléis!
Sed el consuelo
de mi madre, vuestra protectora, y cuidadla bien.
LAFEU.- Adiós, gentil dama, y sostened la reputación de vuestro buen
padre.
(Salen BELTRÁN y LAFEU.)
ELENA.- ¡Oh! ¡Pluguiese a Dios que fuera ésta mi única preocupación!
Ya no
pienso en mi padre, y las lágrimas que ojos ilustres han derramado por
su
memoria le honran más que las que he vertido yo por él. ¿Cómo era? Lo
he
olvidado. Mi memoria no se acuerda sino de Beltrán. ¡Estoy
trastornada! ¡La vida
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no existe donde no está Beltrán! ¡Tanto valdría amar a un astro
brillante y soñar,
hallándose tan alto, en tenerle por esposo! ¡Puedo regocijarme del
resplandor de
su luz; mas no podría girar en su esfera! La ambición de mi amor es
para mí un
veneno. La humilde cierva que aspirase al amor del león, estaría
condenada a
sucumbir sin esperanza. Era un suplicio, pero un suplicio agradable,
verle a todas
horas del día, sentarme a su lado, reproducir sus cejas arqueadas, su
mirada de
águila, los rizos de su cabellera en el lienzo de mi corazón, de mi corazón
demasiado ávido de cada una de las líneas, de cada uno de los rasgos
de su
rostro encantador. Pero ahora se halla lejos de mí, y nada queda a mi
pasión
idólatra sino reliquias que adorar.- ¿Quién va?
(Entra PAROLLES.)
Uno de su séquito. Le quiero a causa de su amo. Y, no obstante, le
reconozco por
un mentiroso redomado y sé que es un necio y un poltrón. Mas estos
defectos
incorregibles le cuadran tan bien, que ha hallado una acogida
favorable, mientras
la virtud de acerados huesos tirita bajo la aspereza del huracán. Por
esto vemos
frecuentemente la sabiduría pobre puesta al servicio de la opulenta
ignorancia.
PAROLLES.- ¡Dios os guarde, hermosa reina!
ELENA.- ¡Y a vos también, monarca!
PAROLLES.- No soy ningún monarca.
ELENA.- Ni yo reina.
PAROLLES.- ¿Estáis meditando en la castidad?
ELENA.- Sí. Hay en vos algo castrense. Permitidme proponeros una
cuestión. El
hombre es contrario a la castidad; ¿cómo nos atrincheraríamos contra
él?
PAROLLES.- Teniéndole a cierta distancia.
ELENA.- Pero él aventura nuevos asaltos, y nuestra castidad, aunque
valiente en
la defensa, es débil. Indicadme el medio de alguna resistencia bélica.
PAROLLES.- No la hay. El hombre, una vez en posición delante de vos,
minará
vuestras defensas y las hará saltar.
ELENA.- ¡Dios preserve nuestra castidad contra los minadores y
asaltantes! ¿No
conocéis estrategia alguna militar mediante la cual puedan las
vírgenes hacer
saltar a los hombres?
PAROLLES.- Una vez perdida la virginidad, el hombre danzará más presto
por los
aires; y aunque consigáis rechazarlo, perderéis la ciudad por la
brecha que vos
misma habréis abierto. En la república de la naturaleza es impolítico
conservar la
virginidad. La pérdida de una virginidad implica provecho para la
nación. Toda
virginidad que nace procede de una virginidad perdida. La tela de que
habéis sido
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confeccionada es para concebir nuevas vírgenes. De una virginidad
perdida nacen
otras diez. Guardarla siempre, es anularla perpetuamente. Creedme, es
una
compañera glacial de la que conviene separarse.
ELENA.- Quiero defenderla todavía, aunque haya de morir virgen.
PAROLLES.- Eso es asunto vuestro, pero resulta contrario a las leyes de
la
Naturaleza. Al hacer el elogio de la virginidad, acusáis a vuestra
madre, lo que
envuelve una evidentísima falta de respeto. Lo mismo es ahorcarse que
morir
virgen. La virginidad es una suicida, que debiera enterrarse en el
camino real, lejos
de toda tierra sagrada, como culpable del delito de lesa Naturaleza.
La virginidad
engendra más gusanos que el queso. Se consume hasta la última
recortadura, y
muere devorando su propia entraña. La virginidad es fastidiosa,
orgullosa,
desocupada, llena de egoísmo, y el egoísmo es el pecado más
explícitamente
prohibido por los cánones. No la conservéis, que no haréis sino
perderla.
Deshaceos de ella. Dentro de diez años la tendréis decuplicada, lo que
constituye
un bonito interés sin que el capital sufra por ello ningún quebranto.
¡Fuera con ella!
ELENA.- ¿Y qué hay que hacer, señor, para perderla a gusto?
PAROLLES.- Dejad que reflexione... Es preciso hacer mal, pardiez, ya
que es
necesario amar a quien no la ama. La virginidad es una mercancía que,
almacenada, pierde su lustre. Cuanto más se conserva, tanto más
desciende de
valor. Deshaceos de ella mientras sea vendible; aprovechaos del
momento en que
todavía vale. La virginidad es semejante a un cortesano viejo que
lleva un
sombrero pasado de moda, un traje rico, fuera de uso, como esos
broches y
mondadientes que ya no se estilan. Un dátil cuadra mejor en un pastel
o en un
guiso que en vuestras mejillas; y vuestra virginidad, vuestra vieja
virginidad,
aseméjase a una pera de Francia, dañada, fea de ver, sin sabor, pera
pasada de
madura; un tiempo buena, pero, a fe, pasada. Eso dicho, marcho ahora a
la corte.
¿Queréis algo con ella?
ELENA.- Nada, pues, con mi virginidad. Vuestro amo encontrará allá
abajo mil
amores, una madre, una amada, un amigo, un fénix, un jefe, una
adversaria, una
guía, una diosa, una soberana, una consejera, una pérfida, su humilde
ambición,
su orgullosa humildad, su armonía discordante, su armonioso
desacuerdo, su fe,
su dulce desastre, con todo un mundo de maravillas y expresiones
cristianas que
murmura el pestañeante Cupido. Entonces será... Yo no sé qué será...
¡Dios le
proteja! La corte es un lugar instructivo, y él es un...
PAROLLES.- ¿Un qué?
ELENA.- Un hombre a quien quiero bien. Lo lamentable...
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PAROLLES.- ¿Qué es lo lamentable?
ELENA.- Que nuestros deseos carezcan de cuerpos que los vuelvan
sensibles;
porque nosotras, las desheredadas, a quienes limitan los votos las
humildes
estrellas, lograríamos hacer sentir sus efectos a nuestros amigos y
mostrar por
realidades lo que tan sólo puede definir nuestro pensamiento, que
nunca nos lo
agradece.
(Entra un PAJE.)
EL PAJE.- Monsieur Parolles, mi señor os llama. (Sale.)
PAROLLES.- Adiós, Elenita; de acordarme de vos, en vos pensaré en la
corte.
ELENA.- Monsieur Parolles, habéis nacido bajo una estrella propicia.
PAROLLES.- Bajo la constelación de Marte.
ELENA.- Bajo Marte creo.
PAROLLES.- ¿Por qué bajo Marte?
ELENA.- Las guerras os han fatigado de tal modo, que debéis de haber
nacido
bajo Marte.
PAROLLES.- Cuando se hallaba en su apogeo.
ELENA.- Más bien cuando estaba en retroceso.
PAROLLES.- ¿Qué os impulsa a suponerlo así?
ELENA.- El que retrocedéis cuando os batís.
PAROLLES.- Es para cobrar ventaja.
ELENA.- Por ello mismo y en interés de nuestra seguridad propia huimos
nosotras
también inducidas por el miedo. Sea de ello lo que fuere, el valor y
la cobardía, en
amigable consorcio, constituyen en vos una virtud de excelente precio,
virtud que
yo estimo infinitamente.
PAROLLES.- Estoy tan lleno de ocupaciones, que no puedo responderte
con
agudeza. Quiero volver hecho un perfecto cortesano, y mi experiencia
servirá para
educarte, si eres capaz de entender los consejos de un cortesano y los
avisos que
te imponga. De otro modo morirás de ingratitud, víctima de tu
ignorancia. Adiós.
Cuando tengas tiempo, recita tus plegarias; cuando no lo tengas,
acuérdate de tus
amigos, encuentra un buen esposo y trátale como te trate. De suerte
que, adiós.
(Sale.)
ELENA.- Con frecuencia pedimos al cielo recursos que residen en
nosotros
mismos. El destino celeste nos deja libres en nuestras acciones y no
retarda
nuestros designios sino cuando somos lentos en ejecutarlos. ¿Qué poder
impulsa
a mi amor a que aspire tan alto? ¿Qué me hace ver aquello de que mi
vista no se
sacia? Cualquiera que sea la distancia que separa uno de otro los
objetos, a
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menudo la
Naturaleza los aproxima como si fuesen idénticos y en un beso
los
reúne, sin reparar en diferencias. Las empresas extraordinarias
parecen
imposibles a los que, midiendo la dificultad material de las cosas,
imaginan que lo
que no ha sucedido no puede suceder. ¿Cuál es la mujer que poniendo en
juego
todos los resortes para dar a conocer cuanto vale, no tiene fe en su
amor? La
enfermedad del rey... Mis proyectos pueden traicionar mis esperanzas;
pero mis
resoluciones son fijas y no fracasaré. (Sale.)
Escena II
PARÍS.- APOSENTO EN EL PALACIO DEL REY.
Toque de cornetas. Entran el REY DE FRANCIA, con cartas en la mano;
SEÑORES y otras personas del séquito.
EL REY.- Los florentinos y los sieneses están por el estruendo. Han
combatido
con fortuna equilibrada y continúan guerreando valerosamente.
SEÑOR PRIMERO.- Eso se dice, sire.
EL REY.- Y es verosímil. Nos ha confirmado esa noticia nuestro primo
de Austria,
que me advierte que los florentinos se disponen a pedirnos socorro
inmediato. Por
donde nuestro muy caro amigo anticipa las proposiciones y parece
desear que les
opongamos una repulsa.
SEÑOR PRIMERO.- El afecto y la prudencia de que tantas pruebas ha dado
a
vuestra majestad, abogan en favor de una confianza absoluta.
EL REY.- Su intervención ha decidido ya nuestra respuesta y la demanda
de los
florentinos se ha desestimado aun antes de llegar su embajador. Sin
embargo,
respecto de nuestros gentileshombres que deseen ponerse al servicio de
Toscana, tienen permiso libre para elegir el estandarte que les acomode.
SEÑOR SEGUNDO.- Ello podrá servir de entrenamiento a nuestra joven
nobleza,
impaciente por adiestrarse y distinguirse.
EL REY.- ¿Quién viene?
SEÑOR PRIMERO.- Señor, es el conde del Rosellón, el joven Beltrán.
EL REY.- Joven, te pareces a tu padre. La Naturaleza liberal, más
celosa que
prematura, te ha modelado perfectamente. ¡Ojalá hayas heredado también
las
prendas morales de tu padre! Sé bienvenido a París.
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BELTRÁN.- Mi reconocimiento y mi deber están a las órdenes de vuestra
majestad.
EL REY.- Pluguiere a Dios que conservase aún el vigor que poseía
cuando tu
padre y yo, unidos por estrecha amistad, ensayábamos por vez primera
nuestra
bravura militar. Era entonces un guerrero consumado, discípulo de los
más
valientes. Mucho tiempo resistió, pero la maldita vejez, alcanzándonos
a los dos
de medio a medio, vino a cerrar el paso de nuestra carrera. Me
rejuvenece hablar
de vuestro bravo padre. Tuvo en su juventud ese espíritu cáustico que
observo en
los jóvenes caballeros de nuestros días. Sin embargo, las chanzas de
éstos
vuelven a su punto de origen sin haber llamado la atención de nadie,
no ocultando,
como aquél, su propia ligereza bajo un barniz de honor. Cortesano
cumplido, en
su altivez, en su ironía, jamás se descubrió desdén, ni sarcasmo, a
menos que
fuera provocado por un igual. Entonces su honor era el reloj dando el
minuto en
que debía hablar, y su lengua obedecía al golpe. Si la provocación
partía de un
hombre de calidad inferior, lo trataba como a una criatura de otro
rango; hacíale
altivo con su humildad, y su modestia se molestaba ante los elogios
extemporáneos. Semejante hombre debía servir de modelo a la juventud
de
nuestra época. Comparando, fácil es reconocer que hemos retrocedido.
BELTRÁN.- Sire, su memoria está inscripta en vuestro corazón con
caracteres aun
más gloriosos que sobre su tumba. Así, su epitafio es menos digno para
él que
vuestros elogios.
EL REY.- ¡Qué no estuviese yo en su compañía! Solía decir (me parece
oírle aún,
porque no en vano sus palabras herían mis oídos, arraigaban en mi alma
y
producían sus frutos): «Concédaseme la gracia de morir (por estas
palabras
comenzaba su melancolía, después de una inocente jocosidad),
concédaseme la
gracia de morir, cuando se haya extinguido el aceite de mi lámpara,
antes que
servir de pábilo a los flamantes ingenios mozos, cuya fatuidad desdeña
todo lo
que no es nuevo, cuyo entendimiento no se muestra sino en la elección
del vestido
y cuya constancia expira antes que la moda». Tales eran sus votos y
tales son los
míos después de él. Puesto que ya no aporto a la colmena ni cera ni
miel, quisiera
abandonar lo más rápidamente mi tarea para ceder el lugar a otros
trabajadores.
SEÑOR SEGUNDO.- Se os ama, sire, y los indiferentes serán los primeros
en
lloraros.
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EL REY.- Ocupo un lugar, lo sé... ¿Cuánto tiempo hace, conde, que
murió el
médico de vuestro padre? Era muy famoso.
BELTRÁN.- Unos seis meses, señor.
EL REY.- Si viviera todavía, seguiría sus consejos... Dame tu brazo...
Los demás
médicos me han destruido a fuerza de medicinas. La Naturaleza y la
enfermedad
se debaten a placer dentro de mí. Sé bien venido, conde. Mi hijo no me
es más
querido que tú.
BELTRÁN.- Se lo agradezco a vuestra majestad.
(Salen.- Trompetería.)
Escena III
EN EL ROSELLÓN.- APOSENTO EN EL PALACIO DE LA CONDESA.
Entran la CONDESA , su MAYORDOMO y el BUFÓN.
EL MAYORDOMO.- Señora, el cuidado que me tomo en atender a vuestros
deseos, debiera inscribirme en el calendario de mis pasados servicios,
pues
herimos nuestra modestia y empañamos el brillo de nuestros méritos
cuando
nosotros mismos los publicamos.
quejas que se me han formulado contra vos cierto que no las creo, pero
es por
pura indolencia; pues sé que sois lo bastante loco para haberlas
justificado,
cometiendo cualquier granujada.
EL BUFÓN.- Ya sabéis señora, que soy un pobre muchacho.
EL BUFÓN.- No, señora; no está bien que yo sea un pobre, aunque muchos
de los
ricos se hallen en el infierno. Pero si vuestra señoría quiere darme
el permiso para
casarme, Isabel y yo haremos lo que podamos.
EL BUFÓN.- Visto el caso, limítome a mendigar vuestro consentimiento.
EL BUFÓN.- El caso de Isabel y el mío. El servicio no consiente
herencia, y yo no
obtendré jamás la bendición de Dios, sin haber conseguido descendencia
de mi
cuerpo, pues se dice que Él bendice los hijos.
EL BUFÓN.- Mi pobre cuerpo es el que lo desea, señora. Me siento
atraído por la
carne, y es de punto preciso seguir adelante cuando el diablo tira de
uno.
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EL BUFÓN.- A fe mía, señora, existen otras de mayor poder, pues son
razones de
piedad.
EL BUFÓN.- He sido, señora, una frágil criatura, como vos y como todas
las de
carne y sangre, y quiero casarme para arrepentirme.
EL BUFÓN.- No tengo amigos, señora, y espero proporcionármelos por
conducto
de mi mujer.
EL BUFÓN.- Os equivocáis profundamente, señora. Semejantes amigos son
grandes amigos, pues los infelices vendrán a hacer por mí la tarea de
que ya
estoy fatigado. Quien cultive mi campo ahorrará mis bueyes y me
descansará para
el tiempo de recoger la cosecha. Si me hace cornudo, yo en cambio hago
de él mi
compañero de fatigas. El que consuela a mi mujer cuida mi carne y mi
sangre, y el
que alivia mi carne y mi sangre ama mi sangre y mi carne; es así que
el que ama
mi carne y mi sangre es mi amigo, ergo el que galantea a mi
mujer es mi amigo. Si
los hombres quisieran resignarse a ser lo que son, nada habría que
temer en el
matrimonio; porque el joven Charbon, el puritano, y el viejo Poysan,
el papista, por
más que sus razones difieran en religión tienen análogas cabezas y
pueden
enlazarse sus cuernos corno cualquier ciervo de rebaño.
EL BUFÓN.- Soy profeta, señora, y digo la verdad sin eufemismos.
Pues repetiré la baladaque hallan los hombres llena de verdad;el
matrimonio viene
por destino y el cuclillo canta por naturaleza.
EL MAYORDOMO.- ¿Queréis decirle, Señora, que llame a Elena? De ella he
de
hablaros.
EL BUFÓN:
¿Fue esa linda figura, dice ella, la causa de que los griegos
destruyesen
Troya?¿Acción loca, loca acciónque hizo la alegría del rey Príamo?Con
lo cual
suspiró al detenerse,con lo cual suspiró al detenerse y pronunció esta
sentencia:Entre nueve malas se halla una buena,entre nueve malas se
halla una
buena;mas no hay una buena entre diez.
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EL BUFÓN.- ¡Una buena mujer entre diez, señora! Mejoro la canción.
¡Quiera Dios
servir tan bien al mundo durante todo el año! Nadie se quejaría del
diezmo de las
mujeres si yo fuera cura. ¡Una entre diez, decís! Si naciera tan sólo
una mujer
buena a la aparición de cada cometa o al ocurrir cada terremoto,
mejoraría
bastante la lotería de los hombres. Podemos arrancarnos el corazón
antes que
alcanzar una mujer buena.
EL BUFÓN.- ¡Qué hombre, obedeciendo el mandato de una mujer, no haría
una
desgracia! Aunque mi probidad no sea de puritano, a nadie causa mal.
Llevaría la
sobrepelliz de la humildad sobre la sotana negra de un corazón soberbio.
Me voy;
el caso es conducir aquí a Elena. (Sale.)
EL MAYORDOMO.- Sé, señora, que amáis tiernamente a vuestra doncella.
tendría derecho al cariño que le guardo. Más le debo de lo que la
pago, y más le
daré de lo que pida.
EL MAYORDOMO.- Señora, no ha mucho me he encontrado más cerca de ella
que lo que ella misma hubiera deseado. Se hallaba sola y hablaba
consigo,
comunicando sus propios pensamientos a sus propios oídos, sin
sospechar, lo
juro, que eran escuchados por oídos extraños. El tema de su
conversación era su
amor por vuestro hijo. «La fortuna, decía, no es una diosa, puesto que
tanta
diferencia ha establecido entre nuestras dos posiciones; ni el amor es
un dios, si
no despliega su poder más que entre seres de la misma calidad. Diana
no es la
reina de las vírgenes, puesto que permite que sucumba su sacerdotisa
al primer
asalto, y sin pagar su rescate.» Todo ello en un tono que permitía
adivinar una
pena más amarga de la que nunca pudo caber en una virgen. He creído de
mi
deber advertíroslo sin perder tiempo, pues, por si pudiera sobrevenir
una
desgracia, os importa saberlo.
Guardadlo en vuestro interior. Algo sospechaba yo por ciertas
apariencias; pero,
de pesarlas, la balanza era tan poco sensible, que más me inclinaba a
dudar que a
creer. Dejadme, os ruego. Guardad ese secreto en lo más íntimo de
vuestra alma
y os agradezco vuestra leal solicitud. En seguida hablaremos más del
asunto.
(Sale el MAYORDOMO.)
Igual me sucedió a mí de joven. La Naturaleza ha querido
que sea éste nuestro
patrimonio. Es la espina inseparable de la rosa de la juventud.
Criaturas de
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sangre, lo llevamos en la sangre. La Naturaleza se
manifiesta, se imprime en
nosotros, obligando a nuestra juventud a sentir la invencible pasión
del amor.
Basta que recordemos nuestros días pasados para recordar idénticos errores,
aunque entonces no lo fueran para nosotros... Su mirada traiciona su
sentimiento.
La observo ahora.
(Entra ELENA.)
ELENA.- ¿Qué deseáis, señora?
ELENA.- Mi honorable ama.
me pareció que veíais una serpiente. ¿Qué hay en el nombre de madre
que os
haga estremecer? Lo repito, soy vuestra madre, y os cuento entre el
número de
las que he llevado en mis entrañas. Se ha visto frecuentemente que la
adopción
rivaliza en ternura con la Naturaleza , y que nuestra facultad de elegir
engendra en
nosotros un germen natural de una semilla extraña. No me habéis hecho
sufrir los
dolores de la maternidad, y, no obstante, siento por vos una ternura
materna.
¡Dios me perdone, hija mía! ¿Se te hiela la sangre al decir que soy
madre tuya?
¿Por qué ese mensajero destemplado de las lágrimas, ese iris de
múltiples
colores, aparece en torno de tus ojos? ¿Por qué? ¿Porque os he llamado
mi hija?
ELENA.- Pero si no lo soy.
ELENA.- Perdón, señora; el conde de Rosellón no puede ser mi hermano.
Mi
nombre es demasiado humilde y el suyo demasiado glorioso. Mis
parientes son
obscuros, los suyos todos nobles. Es mi amo, mi caro señor, y yo debo
vivir como
su servidora y morir como su vasalla. No puede ser mi hermano.
ELENA.- Sois mi madre, señora. ¡Ojalá fuerais vos realmente mi madre,
con tal de
que mi señor, vuestro hijo, no fuera mi hermano! O que fueseis la
madre de los
dos, con tal de que, como le pido fervorosamente al cielo, no sea yo
su hermana.
¿No habría posibilidad de que fuera yo vuestra hija sin ser él mi
hermano?
apetecerlo! Esos nombres de madre o hija os causan gran impresión.
¡Cómo!
¿Palidecéis aún? Mis sospechas han sorprendido los secretos de vuestro
corazón.
Ahora adivino el misterio de vuestra soledad y por qué derramáis
voluntariamente
lágrimas. Es evidente que amáis a mi hijo: no podéis, sin ruborizaros,
disimular
vuestra pasión y afirmar lo contrario. Decidrne, pues, la verdad y
confesadme
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vuestro amor. Porque, mira, tus mejillas se lo relatan la una a la
otra, y tus ojos lo
ven de tal manera en tu actitud, que lo revelan en su lenguaje. Sólo
una culpable e
infernal obstinación retiene tu lengua, de miedo de dejar sospechar la
verdad.
Habla. ¿Es cierto? Si lo es, has enroscado una buena madeja, si no lo
es,
júramelo. Mientras, exijo que me respondas francamente, a fin de que
el cielo me
inspire sobre la manera de ayudarte.
ELENA.- ¡Buena señora, perdonadme!
ELENA.- ¡Vuestro perdón, noble dama!
ELENA.- ¿No le amáis vos, señora?
conoce. Vamos, vamos abridme vuestro corazón. Vuestra emoción os
traiciona.
ELENA.- Pues bien, confieso aquí, de rodillas, en presencia del cielo
y de vos, que
amo a vuestro hijo más que os amo a vos y casi tanto como amo al
cielo. Mis
padres eran pobres, pero honrados; así es mi amor. No os ofendáis por
ello. Mi
ternura no puede causarle daño alguno. No acaricio acerca de él
ninguna mira
ambiciosa. No quisiera obtener su amor antes de haberlo merecido, e
ignoro cómo
merecerlo nunca. Sé que le amo en vano y lucho contra la esperanza. He
vertido
las aguas de mi amor en una criba horadada de mil agujeros, sin contar
con que
he de perderlas. Así, semejante al indio, en mi religioso error, adoro
al Sol que
brilla, por aquello de que le adoro, sin preocuparme de más.
Queridísima señora,
que vuestro odio no salga al encuentro de mi amor, pues amo lo que vos
amáis. Si
vos misma, cuya ancianidad respetable prueba una juventud virtuosa, os
habéis
encendido en una tan pura llama, tan casta, tan tierna, que hayáis
sido a la vez
Diana y Venus, ¡oh! tened compasión entonces de una desgraciada, cuyo
único
recurso estriba en dar o en prestar allí donde está segura de perder,
reducida a no
encontrar jamás lo que busca y que, semejante a un enigma, vive del
misterio de
lo cual muere.
intención de ir a París?
ELENA.- Sí, señora.
ELENA.- La diré, lo juro por la gracia del cielo. Ya sabéis que mi
padre me dejó
ciertas recetas de unos raros y maravillosos efectos, que su lectura y
manifiesta
experiencia le habían indicado como soberanos. Encomendóme que las
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conservara cuidadosamente, como prescripciones que encerraban
insospechables
virtudes. Entre ellas hay una eficacísima contra las languideces
desesperadas,
enfermedad de que sucumbe el rey.
ELENA.- Mi señor, vuestro hijo, fue quien me hizo pensar en ello. De
otro modo,
París, la medicina, el rey, jamás hubieran acudido a mi pensamiento.
ayuda al rey, ¿la aceptaría? Él piensa como sus médicos: se ha
convencido de
que no pueden salvarle, y ellos, por su parte, se hallan persuadidos
de que nada
puede intentarse en su favor. ¿Cómo habían de confiarse a una pobre
joven
indocta, cuando la
Facultad , agotados sus recursos, abandona a sí misma la
enfermedad?
ELENA.- Tengo como un presentimiento, superior a la ciencia de mi
padre, que
era, sin embargo, el más famoso de entre los de su profesión, que su
excelente
receta será para mí un legado santificado por las más dichosas
estrellas del cielo.
Si Vuestro Honor consintiera en dejarme tentar la aventura, me
comprometería,
con peligro de mi existencia, a salvar a Su Gracia en el día y hora
convenidos.
ELENA.- Sí, señora, estoy segura.
las personas de mi séquito te recomendarán a mis amigos de la corte.
Yo
permaneceré aquí y recabaré la bendición de Dios para tu empresa.
Parte
mañana, convencida de que haré por ti cuanto esté en mi poder. (Salen.)
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Acto segundo
Escena primera
PARÍS.- APOSENTO EN EL PALACIO DEL REY.
Trompetería. Entran el REY con algunos señores jóvenes, que van a
despedirse y
partir para la guerra florentina; BELTRÁN, PAROLLES y séquito.
EL REY.- Adiós, jóvenes señores. No olvidéis nunca los principios
guerreros. A
vosotros también, adiós. Aprovechaos ambos de mis consejos. Si cada
uno de
vosotros se los apropia, la merced será doble de lo que era cuando la
recibisteis, y
bastará a los dos.
SEÑOR PRIMERO.- Nuestra esperanza es, señor, volver y hallar a vuestra
gracia
en perfecta salud, tras haber aprendido el arte de la guerra.
EL REY.- No, no; eso no puede ser; y, sin embargo, mi corazón no se
humilla ante
el mal que amenaza mi existencia. Adiós, jóvenes señores. Viva o
muera, sed
dignos hijos de los valientes franceses; que la altiva Italia -que ha
heredado
únicamente una raza bastardeada de la decadencia de la última
monarquía- vea
que no habéis ido a cortejar la gloria, sino a desposaros con ella.
Cuando los más
valientes sucumban, manteneos firmes, a fin de que la fama os aclame.
He dicho.
Adiós.
SEÑOR SEGUNDO.- ¡Qué la salud se ponga a las órdenes de vuestra
majestad!
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EL REY.- Desconfiad de las italianas. Pretenden que los franceses no
son
capaces de rechazar lo que ellas les piden. Procurad no ser cautivos
antes de
haber sido soldados.
LOS DOS SEÑORES.- Nuestros corazones no olvidarán vuestros consejos.
EL REY.- Adiós. Ayudadme. (Sale acompañado.)
SEÑOR PRIMERO.- ¡Oh, mi querido señor! ¿Es posible que os quedéis
aquí,
marchándonos nosotros?
PAROLLES.- No es por su culpa; el ardor...
SEÑOR SEGUNDO.- ¡Oh! ¡ Son soberbias campañas!
PAROLLES.- ¡Admirable! Yo he visto esas guerras.
BELTRÁN.- Me retienen aquí. No cesan de murmurar en mis oídos: «Sois
demasiado joven; el año que viene; es todavía temprano».
PAROLLES.- Querido amo, si tanto lo deseáis, partid sin pedir permiso.
BELTRÁN.- Me dejan aquí como a un corcel ocioso que inútilmente se
impacienta
golpeando el pavimento sonoro. Mientras tanto, los demás cosechan toda
la gloria;
y yo no llevo una espada sino para bailar con ella. ¡Por el cielo! Lo
mejor será
evadirme.
SEÑOR PRIMERO.- Será una fuga honrosa.
PAROLLES.- Conde, no vaciléis.
SEÑOR SEGUNDO.- Si queréis, seré vuestro cómplice; conque, adiós.
BELTRÁN.- No puedo separarme de vosotros: nuestra separación es un
suplicio
insoportable.
SEÑOR PRIMERO.- Adiós, capitán.
SEÑOR SEGUNDO.- Estimado monsieur Parolles...
PAROLLES.- Nobles héroes, mi espada y las vuestras son hermanas. El
mismo
centelleo, el mismo resplandor; en una palabra, el mismo temple.
Encontraréis en
el regimiento de los de Spinii a cierto capitán llamado Espurio, que
tiene una
cicatriz en la mejilla izquierda, indicio fiel de que ha luchado como
bueno. Pues
bien, a esta espada lo debe. Decidle que aún vivo, y fijaos bien en lo
que él diga
de mí.
SEÑOR SEGUNDO.- Lo haremos, noble capitán. (Salen los SEÑORES.)
PAROLLES.- ¡Hijos mimados de Marte, Dios os proteja! ¿Qué partido
tomáis?
BELTRÁN.- Me quedaré. El rey...
(Vuelve a entrar el REY. PAROLLES y BELTRÁN se
retiran a un lado.)
PAROLLES.- Sed un poco más cortés con esos nobles señores. Os habéis
encerrado en los límites de una despedida glacial. Sed más expresivo
entre ellos,
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porque son los corifeos de la etiqueta: andan, comen, hablan y mueren
bajo la
influencia de los iniciadores de la moda, y aunque fuera el mismísimo
diablo quien
llevara el compás, habría que imitarles y seguirles. Corred a su
alcance y
despedíos con el más caluroso adiós.
BELTRÁN.- Lo, haré.
PAROLLES.- Son dignos compañeros míos, y tengo para mí que se hallan
dispuestos a probar el valor de sus espaldas.
(Salen BELTRÁN y PAROLLES. Entra LAFEU.)
LAFEU (Arrodillándose.)- Perdonadme, señor, por el mensaje que
os traigo.
EL REY.- Quiero verte antes levantado.
LAFEU.- Pues ved en pie a un hombre que ha comprado su perdón.
Quisiera,
señor, que vos hubierais de postraros ante mí para implorar mi gracia,
y que
fueseis también vos el que a mis órdenes se hubiera levantado, como yo
acabo de
hacer.
EL REY.- Quisiéralo yo también; y además haberte roto la testa, para
haberme
podido postrar de la propia suerte y darte toda clase de
satisfacciones.
LAFEU.- A fe mía que hubierais herido de través; pero vengamos a
nuestro
propósito, mi honorable señor. ¿Queréis sanar de vuestra enfermedad?
EL REY.- No.
LAFEU.- ¡Oh! ¿No queréis comer uvas, mi real zorro? Sí; bien las
quisierais, si
pudieseis alcanzarlas. He dado con un médico mujer, capaz de infundir
vida a las
piedras, de animar una roca y de haceros bailar un canario con fuego y
precipitación, cuyo simple contacto tendría poder para resucitar al
rey Pepino,
hacer tornar la pluma al grande Carlomagno y escribirle con ella
versos de amor.
EL REY.- ¿Quién es esa mujer?
LAFEU.- La doctora Ella. Acaba de llegar, señor; consentid en
recibirla. Lo juro por
mi fe y por mi honor, si es que después de la ligereza de exordio
puede hablar en
serio. Acabo de hablar con una persona cuyo sexo, edad, palabras,
discreción y
firmeza me han maravillado tanto, que me resuelvo a atribuirlo a mi
flaqueza de
espíritu. ¿Queréis verla, como ella solicita, y conocer el asunto que
aquí la trae?
Después de ello, burlaos de mí como mejor os plazca.
EL REY.- Vamos, buen Lafeu; preséntame el objeto de tu admiración para
que la
comparta contigo o la disipe, admirándome de tu propia torpeza.
LAFEU.- No; quedaréis convencido antes de acabar el día. (Sale.)
EL REY.- La especialidad de este hombre son los prólogos largos para
no
expresar nada.
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(Vuelve a entrar LAFEU acompañando a ELENA.)
LAFEU.- Acercaos, pues.
EL REY.- Verdaderamente, su prisa tenía alas.
LAFEU.- Venid; aquí tenéis a su majestad. Explicaos. Nada huelo en vos
de
conspirador. Aunque su majestad teme poco a los conspiradores de
vuestro
talante. Soy el tío de Crésida y no me intranquiliza el dejaros con él
a solas. Adiós.
(Sale.)
EL REY.- Vamos a ver, bella joven, ¿soy yo a quien os dirigís?
ELENA.- Sí, mi buen señor. Mi padre fué Gerardo de Narbona, sujeto
incomparable en su profesión.
EL REY.- Lo he conocido.
ELENA.- No voy a detenerme en hacer su elogio, puesto que lo
conocisteis. En su
lecho de muerte me legó varias recetas. Una hay, sobre todo, fruto
preciosísimo
de su mucha práctica, hija preferida de su larga experiencia, y me
recomendó
conservarla como un triple ojo más importante que los otros dos, lo
cual he hecho.
Habiendo sabido que vuestra majestad está atacado de la dolencia que
puede
eficazmente combatir el remedio especial que mi padre me dejó, vengo
con toda
humildad a ofrecerlo junto con mis servicios.
EL REY.- Gracias, muchacha; pero no confío en la curación que me
anunciáis.
Cuando nuestros más eminentes doctores nos abandonan; cuando la Facultad
unánime ha declarado que nada puede contra un mal desahuciado, no debo
deshonrar mi criterio, dejarme extraviar por una loca ilusión, hasta
el punto de
someter a los empíricos el tratamiento de una enfermedad incurable. No
debo
comprometer mi reputación de discreto admitiendo un recurso insensato,
siendo
así que todas las tentativas pasadas han sido, a mi modo de ver,
inútiles.
ELENA.- Entonces, la conciencia de haber cumplido con el deber
compensará mis
fatigas. No insistiré en que aceptéis lo que os proponía, pero os
suplico con toda
humildad que os dignéis disponer que me restituyan a los lugares de
donde he
venido.
EL REY.- Nada menos puedo concederos, sin pasar por ingrato. Teníais
la
intención de aliviarme. Yo os lo agradezco, como un moribundo debe
quedar
agradecido a los que hacen votos por su vida. Pero conozco
perfectamente mi
estado, que vos ignoráis por completo; comprendo el peligro en que
estoy; vos no
podríais conjurarlo.
ELENA.- Visto que habéis renunciado a todos los remedios, ¿qué
inconveniente
puede haber en que yo ensaye el mío? El que da cima a obras grandes,
las realiza
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a menudo por la intercesión de los más débiles ministros. La Sagrada Escritura
nos ofrece la sabiduría por boca de la infancia, en ocasión precisa en
que los
jueces, desde su asiento, no venían a ser más que niños. Se ve a
raquíticos
manantiales dar origen a ríos caudalosos, y mares vastos agotarse en
presencia
de hombres de autoridad que negaban los milagros. A veces, contando
con las
mayores probabilidades, resultan fallidas las esperanzas; y otras se
realizan
cuando menos se piensa y más desconfianza se tiene.
EL REY.- No debo escucharos. Adiós, amable muchacha. No habiendo sido
utilizados vuestros servicios, corre el gasto de vuestra cuenta.
Ofertas que se
rehusan sólo reciben las gracias por salario.
ELENA.- ¡He aquí el mérito inspirado viendo destruídos sus proyectos
con una
sola palabra! Aquel que todo lo conoce, no sufre las equivocaciones
que sufrimos
nosotros, pues juzgamos tan sólo por las apariencias, y es grande
presunción
nuestra atribuir a los hombres lo que es obra exclusiva del cielo.
Tolerad, señor, la
tentativa que quiero hacer en vos; poned a prueba, no a mí, sino al
cielo. Yo no
soy un impostor pretendiendo cumplir acciones más importantes que las
que
convienen a mi mediocridad. Tengo la certeza, creedlo, de que mi arte
no carece
de poder y que vuestra enfermedad no es sin remedio.
EL REY.- ¿Tanta seguridad tenéis? ¿En cuánto tiempo confiáis curarme?
ELENA.- Con el auxilio de Aquél de quien todo auxilio dimana, antes
que los
corceles del Sol hayan hecho recorrer a la antorcha de fuego dos veces
su círculo
diurno; antes que el húmedo Héspero haya apagado otras dos en las
nubes
tenebrosas de Occidente su soporífera lámpara; antes de que el reloj
de arena del
piloto haya contado veinticuatro veces la rápida expansión de los
minutos, todo lo
que hay en vos de enfermo se separará de la porción sana, volverá la
salud a
tomar su curso ordinario, y habrá desaparecido la dolencia.
EL REY.- Sobre vuestra convicción y confianza, ¿qué arriesgáis en
garantía?
ELENA.- Ser tachada con la nota de impudente, oír que he tenido el
atrevimiento
de una prostituta, ver mi deshonra divulgada por las calles y
anunciadas en
infamantes coplas. Exponer mi reputación de virgen, hundirme en la
condición
más despreciable y hacerme expirar en medio de los tormentos.
EL REY.- Un espíritu sacrosanto dijérase que habla por vuestra boca, y
se me
figura oír su poderosa voz dentro de vuestro débil organismo. Lo que
parece
imposible al sentido común, conviértese razonable en vos. Vuestra vida
es
preciosa, pues en vos se contiene todo lo que vale la pena de vivir:
juventud,
hermosura, sabiduría, valor, virtud; todo lo que la felicidad y la
primavera pueden
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llamar feliz. Aventurar todos esos bienes, indicio es de ciencia
consumada o de
una monstruosa exasperación. Querida doctora, pondré en práctica
cuanto me
prescribáis. Si muero, vuestros propios remedios os acarrearán la
muerte.
ELENA.- Si rebaso el tiempo fijado y no os cumplo lo prometido,
hacedme morir
sin compasión, pues merecido lo tendré. Si no os curo, la muerte será
mi salario;
pero si os salvo, ¿qué me prometéis?
EL REY.- Solicitad lo que queráis.
ELENA.- ¿Y me lo concederéis?
EL REY.- Sí; por mi cetro y por mis esperanzas de salvación.
ELENA.- Entonces, me darás con tu real mano por esposo uno de los
nobles
jóvenes que dependen de ti y que yo elegiré. Entendido, desde luego,
que no
llevaré mi arrogancia al extremo de hacer recaer mi elección sobre uno
de sangre
real francesa, ni pretendo perpetuar mi nombre obscuro y humilde
estableciendo
ramificación alguna con un miembro de la corona. Me concretaré a
pedirte por
esposo aquel de tus vasallos que yo pueda escoger y que sin escrúpulos
puedas
tú otorgarme.
EL REY.- He aquí mi mano: cumplid vuestra promesa; yo satisfaré
vuestra
voluntad. Señalad la época a vuestro placer; me abandono enteramente a
vuestra
dirección. Quizá debiera interrogaros aún; pero, en último resultado,
lo que de vos
pueda saber nada añadíría a la confianza que en vos he puesto. Debería
interrogaros para conocer de dónde venís y quién os ha conducido
aquí... Pero
bienvenida seáis; os acepto sin reserva. (Llamando a sus
servidores.) ¡Venid a
ayudarme, eh!... Si cumplís lo prometido, lo que yo haga por vos
igualará lo que
vos hayáis hecho por mi. (Trompetería.- Salen.)
Escena II
EL ROSELLÓN. APOSENTO EN EL PALACIO DE LA CONDESA.
Entran la CONDESA y el BUFÓN.
arte de saber vivir.
EL BUFÓN.- Veréis que estoy muy bien nutrido, y muy mal educado.
Indudablemente, no he nacido sino para la corte.
menos que la corte!
EL BUFÓN.- Verdaderamente, señora, que como Dios le conceda a un
hombre
ciertas prendas, puede bien pronto desembarazarse en una corte. Allí,
quien no
sabe gallardearse sobre sus piernas, quitarse el sombrero, besar la
mano sin
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hablar palabra, no tiene piernas, ni mano, ni boca, ni sombrero; y un
compañero
semejante, seamos francos, no está en su sitio en la corte. Pero en lo
que a mí se
refiere, tengo una respuesta adecuada para todos los hombres.
todas las preguntas.
EL BUFÓN.- Es como la silla del barbero, que se acomoda a todas las
posaderas:
a las posaderas en punta, a las posaderas redondas, a las posaderas
carnosas o
a cualesquiera otras posaderas.
a todas las preguntas?
EL BUFÓN.- Tan bien como diez groats en manos de un procurador, como
una
corona francesa en una prostituta vestida de seda, como el junco de
Tib en el
índice de Tom como disfraz en martes de Carnaval, la danza morisca en
el primer
día de mayo, la clavija en su agujero Y los cuernos en un cornudo,
como una
mujer regañona a un marido avinagrado, como los labios de una monja a
la boca
de un fraile, como el «puding» a su envoltura.
EL BUFÓN.- Desde vuestro duque a vuestro constable, se ajusta
perfectamente a
todas las preguntas.
esos caracteres.
EL BUFÓN.- Nada, sino una broma de buen género para el sabio que pueda
apreciarla en su justo valor. Hela aquí, con todas sus propiedades.
Preguntadme
si soy un cortesano; en seguida seréis informada.
como una loca, en la esperanza de que vuestra respuesta me torne
prudente...
Decidme, pues, señor, ¿sois cortesano?
EL BUFÓN.- «¡Oh, Lord, sir!». Recurso muy sencillo para salir del
apuro. Más,
más, un centenar, si es preciso, de preguntas análogas.
sinceramente.
EL BUFÓN.- «¡Oh, Lord, sir! ¡Firme, firme, no me dejéis respirar!
EL BUFÓN.- «¡Oh, Lord, sir!» Vaya, continuad; a fe mía que
encontraréis con
quien hablar.
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dicho.
EL BUFÓN.- «¡Oh, Lord, sir! ¡No me perdonéis!
azota? Verdaderamente, vuestro «¡Oh, Lord, sir!» es una respuesta muy
oportuna.
Veo que responderíais tan bien al azote como si estuvierais a punto de
recibirlo.
EL BUFÓN.- Jamás en mi vida me he visto tan mal asistido con mi «¡Oh,
Lord,
sir!» Ahora comprendo que las cosas pueden servir mucho tiempo, mas no
siempre.
loco!
EL BUFÓN.- «¡Oh, Lord, sir!» ¡Vaya, que ahora está muy oportunamente
colocado!
Elena y decidle que conteste inmediatamente. Mis recuerdos a todos mis
conocidos y a mi hijo. ¡No es mucho exigir esto!
EL BUFÓN.- No es mucho exigir de ellos.
EL BUFÓN.- Con muchísimo gusto. Estaré en la corte aun antes de que
lleguen
mis piernas.
Escena III
PARÍS.- UN APOSENTO EN EL PALACIO DEL REY.
Entran BELTRÁN, LAFEU y PAROLLES.
LAFEU. - Se dice que pasó la época de los milagros, y tenemos
filósofos que
consideran como acontecimientos ordinarios y corrientes los fenómenos
sobrenaturales e incomprensibles. De aquí proviene que nos burlemos de
los más
admirables prodigios, atrincherándonos en una ciencia ilusoria, cuando
debíamos
ceder humildemente al miedo de lo desconocido.
PAROLLES.- Es el fenómeno más grande de estupefacción de nuestros
últimos
tiempos.
BELTRÁN.- Ciertamente.
LAFEU.- Después de haber sido abandonado por todos los empíricos...
PAROLLES. -Es lo que yo digo.
LAFEU.- De Galeno y de Paracelso.
PAROLLES.- Es lo que yo digo.
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LAFEU.- De todos los hombres más privilegiados e ilustres.
PAROLLES.- Ciertamente; es lo que yo digo.
LAFEU.- Que le consideraban como un hombre incurable...
PAROLLES.- Eso es lo que yo digo.
LAFEU.- A quien nada podía ya salvar...
PAROLLES.- Cabalmente; como un hombre de quien...
LAFEU.- La vida era incierta y segura la muerte.
PAROLLES.- Eso mismo; decís bien. Lo que iba a decir yo.
LAFEU.- Puedo afirmar, sin mentir, que es verdaderamente cosa nueva en
el
mundo.
PAROLLES.- Verdaderamente. Si queréis una demostración del caso,
leed...
¿Cómo llamaríais a esto?
LAFEU.- La
Demostración de un efecto divino en un actor terrestre.
PAROLLES.- Es precisamente lo que yo hubiera dicho; exactamente lo
mismo.
LAFEU.- Y el caso es que vuestro delfín no es más vigoroso; quiero
decir bajo el
aspecto...
PAROLLES.- Sí que es extraño, muy extraño. El procedimiento más breve,
pero el
más embarazoso del asunto. Habrá que convenir, por tanto, que es un
espíritu
muy perverso quien se resista a reconocer aquí...
LAFEU.- La mano del cielo...
PAROLLES.- Sí, lo que yo digo.
LAFEU.- En el ministro más débil y pusilánime ha resplandecido el poder
más
soberano y más trascendental; cosa que, aparte de la curación del rey,
es para
que estemos universalmente agradecidos.
PAROLLES.- Es lo que quería yo decir; habéis hablado divinamente. Aquí
tenemos al rey.
(Entran el REY, ELENA y acompañamiento.)
LAFEU. - Lustig!, como dice el holandés. Mientras me quede un
diente en mis
encías, amaré a las muchachas. El monarca es ahora capaz de bailar con
ella un
coranto.
PAROLLES.- Mort du vinaigre! ¿No es ésta Elena?
LAFEU.- ¡Pardiez! Creo que sí.
EL REY.- Id a llamar a todos los señores de la corte. (Sale uno del
séquito). (A
Elena). Libertadora mía, sentaos junto a vuestro enfermo, y recibid por
segunda
vez la confirmación de mi promesa de esta mano rejuvenecida a la cual
habéis
restituido movimiento y vida. Estoy dispuesto a concederos la merced
deseada por
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vos, y sólo aguardo a que me indiquéis el elegido. (Entran varios
señores.) Bella
joven, pasead los ojos en torno vuestro. Puedo disponer de todos esos
nobles
célibes, sobre los cuales tengo derecho de soberano y de padre. Elegid
libremente; tenéis facultad de escoger, sin que ellos tengan la de
rehusar.
ELENA.- ¡Deseo para cada uno de vosotros una bella y virtuosa dama
cuando le
plazca al Amor! A todos vosotros, exceptuando a uno solo, sin embargo.
LAFEU.- Daría mi bayo Curtal, con caparazón y todo, a trueque de ser
uno de
esos jóvenes y no tener pelo en la barba.
EL REY.- Miradlos bien; no hay uno que no sea de noble padre.
ELENA.- Caballeros, por mediación mía el cielo ha devuelto la salud al
rey.
TODOS.- Lo sabemos, y rogamos al cielo por vos.
ELENA.- No soy más que una joven y sencilla doncella, y éste es mi mejor
tesoro.
Repito que soy una doncella. Si así place a vuestra majestad, he
concluido; mi
rostro se ha puesto encarnado, y parece decirme: «Te ruborizas por el
compromiso en que te ves de elegir. Si te rehusan, imprímase para
siempre en tu
rostro la palidez de la muerte; porque jamás se volvería a teñir con
ese color».
EL REY.- Escoged. Quien rehuse vuestro amor perdera el mío.
ELENA.- ¡Ahora, Diana, voy a abandonar tus altares! Mis suspiros se
vuelven
hacia el Amor, el dios poderoso... Señor, ¿estáis dispuesto a escuchar
mi
petición?
SEÑOR PRIMERO.- Y a conformarme con ella.
ELENA.- Gracias, señor; todo lo demás, silencio.
LAFEU.- Más quisiera ser objeto de su preferencia que jugar mi vida a
un
«ambesás».
ELENA.- Señor, la nobleza que en vuestros bellos ojos centellea me
proporciona
una respuesta severa aun antes de hablar. ¡Quiera el Amor concederos
una
fortuna veinte veces más elevada que la del ser que por vos formula
ese deseo, y
que su humilde amor!
SEÑOR SEGUNDO.- A nada mejor que a eso aspiro, con vuestro permiso.
ELENA.- ¡Agradeced mi voto y quiera el Amor cumplirlo! Con lo cual me
despido
de vos.
LAFEU.- ¿Todos la rehusan? Si fueran hijos míos, mandaría azotarlos o
los
enviaría al Turco para hacer eunucos de ellos.
ELENA (Al tercer señor.)- No temáis si tomo vuestra mano. No os
haré mal alguno
intencionadamente. ¡Satisfechas sean todas vuestras aspiraciones! Si
un día os
casáis, quiera el cielo hallaros mejor en vuestro lecho.
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LAFEU.- Esos jóvenes son de hielo. Ninguno la quiere. A buen seguro
que son
bastardos hijos de ingleses. No puede ser que hayan tenido a franceses
por
padres.
ELENA (Al cuarto señor.)- Vos sois demasiado joven, demasiado
feliz y
demasiado bueno para querer a un hijo formado de mi sangre.
SEÑOR CUARTO.- No pienso yo así, beldad encantadora.
LAFEU.- He ahí un racimo... Seguro estoy de que su padre era
bebedor... Pero no
eres un jumento, yo soy un muchacho de catorce años. Te conozco de
antiguo.
ELENA (A Beltrán.)- No me atrevo a decir que en vos recae mi
elección; pero
desde este momento dedico mi vida a serviros, colocándome por entero
bajo
vuestra dirección y a vuestro poder. Éste es el hombre.
EL REY.- Entonces, joven Beltrán, tómala; tu esposa es.
BELTRÁN.- ¿Mi esposa, soberano señor? Permítame vuestra majestad que
en un
asunto de tal naturaleza me atenga a mí mismo.
EL REY.- ¿No sabes, Beltrán, lo que ha hecho ella por mí?
BELTRÁN.- Sí, mi buen señor; pero ignoro por qué razón he de tomarla
por
esposa.
EL REY.- Bien sabes que me ha sacado casi de mi lecho de muerte.
BELTRÁN.- ¿Y por eso señor, tengo que satisfacer con mi desgracia el
premio de
vuestro restablecimiento? La conozco perfectamente; ha sido educada a
expensas
de mi padre. ¿Yo casarme con la hija de un pobre médico?... ¡Antes
prefiero la
deshonra!
EL REY.- Lo que motiva tu desdén por ella es la ausencia de títulos.
Si no es más
que eso, puedo dárselos. ¡Cosa singular! Si se mezclara la diversidad
de nuestras
sangres sería imposible distinguirlas por el color, por el peso o por
el ardor; ¿de
qué depende, pues, esa diferencia que las separa? Si es verdad que es
lo más
virtuosa posible, sí sólo tiene en su contra su calidad de hija de un
pobre médico,
sacrificas la virtud a un nombre vano. No obres así. Cuando la virtud
resplandece
en medio de una condición obscura, las acciones virtuosas ennoblecen a
su
cultivador. Allí en donde los títulos se hinchan, y falta la virtud,
no hay más que un
honor abotagado. El bien y el mal son como son intrínsecamente, y de
ninguna
manera dependen de los calificativos que se les añaden. No es el
nombre, sino el
modo de ser de la cosa lo que constituye su valor. Elena tiene como
patrimonio
juventud, virtud y hermosura, bienes que ha merecido de la Naturaleza por línea
recta, y su posesión es muy honrosa. No lo es, en cambio,
vanagloriarse de ser
hijo del honor sin asemejarse a su padre. La distinción más gloriosa
es la que
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procede de nuestros actos, no aquella que nos han transmitido los
antepasados
por herencia. Los simples títulos son esclavos prostituidos en la
tumba, mentidos
trofeos que se levantan sobre una soberbia sepultura, mientras que el
polvo y un
injusto olvido pesa las más de las veces sobre las cenizas virtuosas.
¿Qué
respondes? Si esa joven te conviene por esposa, puedo yo hacer todo lo
demás.
Ella te lleva en dote su persona y su virtud. Yo añadiré títulos
nobiliarios y fortuna.
BELTRÁN.- No puedo amarla, ni quiero esforzarme en ello.
EL REY.- Harta vergüenza sería para ti que el amarla te costara algún
esfuerzo.
ELENA.- Señor, me siento recompensada sólo con veros restablecido. No
hablemos de lo demás.
EL REY.- Se halla en juego mi honor, y para salvarlo estoy resuelto a
desplegar
todo mi poder. Recibe su mano, orgulloso caballero. Indigno eres de
esa merced,
tú, que con tus insultantes desdenes rechazas mi cariño y su mérito.
Ni siquiera
sospechas que si en uno de los platillos de la balanza se la colocara
a ella junto
con el favor que de mí ha merecido (y del que tan poco caso haces)
sería mucho
más ligero tu peso. No sabes ver, en fin, que en mi mano está
trasplantar tus
honores adonde mejor me parezca hacerlos florecer. Reprime ese
menosprecio,
obedece a nuestra voluntad, que por tu bien se desvela; no des oídos a
las
sugestiones de un vano orgullo; antes, al contrario, en interés de tu
propia fortuna,
apresúrate a obedecer como te lo exige el respeto de mi autoridad. Si
así no lo
haces, te retiro para siempre mi favor y desde ahora te abandono a los
vértigos y
errores de la juventud y de la ignorancia. Mi venganza y mi odio
pesarán con
justicia y sin misericordia sobre tu cabeza. Habla, aguardo tu
respuesta.
BELTRÁN.- Perdón, mi gracioso señor. Someto mi amor a vuestros ojos.
Cuando
considero los bienes de que sois manantial y el inmenso tesoro de
honor que se
adquiere estando a vuestras órdenes nada encuentro que pueda echarse
en cara
a la joven que mi noble orgullo me inducía a menospreciar. La aprobación
del rey
reemplaza muy bien la baja calidad de su nacimiento.
EL REY.- Tómala su mano y dile que te pertenece. Yo prometo llenar el
vacío que
existe entre su fortuna y la tuya, o más bien, aumentar
considerablemente esta
última.
BELTRÁN.- Tomo su mano.
EL REY.- Sonrían a este enlace la felicidad y el favor del rey. Al
consentimiento de
las partes seguirá inmediatamente la ceremonia, que se verificará esta
misma
noche, aplazando las fiestas para cuando lleguen nuestros amigos
ausentes. Yo
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mediré tu adhesión a mí por tu amor a ella. De otra suerte cometerás
un grave
yerro.
(Sale el REY con su séquito, seguido de BELTRÁN, ELENA y SEÑORES.)
LAFEU.- Oíd, caballero, una palabra, si os place.
PAROLLES.- ¿Qué se os ofrece, señor?
LAFEU.- Vuestro amo y señor ha hecho muy bien en retractarse.
PAROLLES.- ¿Retractarse? ¡Mi señor!... ¡Mi amo!
LAFEU.- Sí. ¿No hablo acaso en lenguaje inteligible?
PAROLLES.- Lenguaje algo brusco para mis oídos y que no puede
comprenderse
sin que determine un derramamiento de sangre. ¡Mi amo!
LAFEU.- ¿Sois camarada del conde del Rosellón?
PAROLLES.- De cualquier conde puedo serlo y de quienquiera que sea
hombre.
LAFEU.- Querréis decir de cualquiera que sea criado de conde. En
cuanto a ser
amo del mismo, es otro negocio.
PAROLLES.- Sois muy viejo, señor; básteos saber que sois muy viejo.
LAFEU.- Pues te diré, bergante, que también tengo calidad de hombre, a
la cual
no llegarás tú con toda la edad.
PAROLLES.- No me atrevo a hacer aquello a que pudiera atreverme con
vos.
LAFEU.- En las dos veces que he cenado contigo te he considerado un
mozo
razonable. Relatabas bastante bien tus viajes, lo cual podía
aceptarse. Sin
embargo, al ver los gallardetes y banderolas con que te empavesabas,
sospeché
que no eras navío de gran porte. Te he encontrado ahora y aun cuando
te
perdiera, poco me importaría. No vales más que para que te lleven la
contraria, ni
mereces la pena de que se fijen en ti.
PAROLLES.- Si no tuvierais el privilegio de la edad, que os impide
defenderos...
LAFEU.- No te encolerices tan pronto, no sea que después te
arrepientas. Pero
no... ¡Tenga Dios lástima de un cobarde como tú! Queda con Dios,
puerta
resquebrajada; ninguna necesidad tengo de abrirte, pues veo a través
de ti. Dame
tu mano.
PAROLLES.- Señor, me estáis ultrajando de una manera indigna.
LAFEU.- Sí, Con todo mi corazón y merecido lo tienes.
PAROLLES.- No, señor, no lo merezco.
LAFEU.- Sí, a fe que mereces cada dracma de esa indignidad, de que yo
no
batiría ni un gramo.
PAROLLES.- Está bien; en adelante seré más discreto.
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LAFEU.- Lo más pronto posible. Mucho tienes que hacer para ello. Si
alguna vez
te agarrotan con tus propios gallardetes, tras apalearte, conocerás
entonces lo que
da de sí el juntar el orgullo con el servilismo. Tengo ganas de
continuar nuestras
relaciones, o más bien, el estudio que de ti estoy haciendo, para
poder decir en
alguna ocasión: «Ved aquí a un hombre a quien conozco».
PAROLLES.- Señor, me estáis vejando de una manera insoportable.
LAFEU.- Quisiera infligirte las penas del infierno, y prolongar así
eternamente tu
aflicción. Pero mi vigor se marcha, y yo quiero marcharme igualmente
de tu
presencia con tanta rapidez como me permita mi edad. (Sale.)
PAROLLES.- Un hijo tienes en el cual lavaré esa afrenta, granuja,
impertinente y
asqueroso viejo. Vaya, paciencia: con estos grandes señores no puede
uno nada.
En ofreciéndoseme ocasión oportuna, me batiré con él, aunque fuese dos
veces
un doble lord. No tendré más miramientos con su edad que si fuera...
¡Oh! Le
golpearé, si llego a encontrarlo en mi camino.
(Vuelve a entrar LAFEU.)
LAFEU.- ¡Bribonazo! Vuestro dueño y señor se ha casado, os lo anuncio.
Tenéis
una nueva ama.
PAROLLES.- Ruégoos con insistencia que no continuéis en vuestras
impertinencias. Él es mi benévolo señor. Pero yo no tengo otro dueño
más que
Aquél de allá arriba, a quien sirvo.
LAFEU.- ¿Quién? ¿Dios?
PAROLLES.- Sí, señor.
LAFEU.- Al diablo es a quien tú sirves. ¿A qué cruzar los brazos de
esa manera?
¿Quieres hacer calzones de tus mangas? ¿Hacen otro tanto los demás
criados?
Por mi honor, que si fuese tan sólo dos horas más joven de lo que soy,
te
apalearía. A lo que veo, eres objeto de aversión universal, y todos
debieran
sacudirte. Paréceme que has sido creado para que las gentes te soplen
a la cara.
PAROLLES.- Vuestro tratamiento es duro, y disto mucho de merecerlo,
señor.
LAFEU.- Vamos, señor; que fuiste zurrado en Italia por haber sacado
una pepita
de una granada. Eres un vagabundo y no un verdadero viajero. Tienes
más
desenfado para con los señores y demás personajes ilusres de lo que te
permiten
el escudo de armas de tu nacimiento y tus cualidades. No mereces otro
título sino
el de sinvergüenza. Te dejo. (Sale.)
(Entra BELTRÁN.)
PAROLLES.- Bien, muy bien, así es... Bien está; guardémoslo en secreto
por
ahora.
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BELTRÁN.- ¡Perdido para siempre, y condenado a eternas inquietudes!
PAROLLES.- ¿Qué tenéis, mi caro amigo?
BELTRÁN.- Aunque con toda solemnidad la haya aceptado por mujer ante
el altar,
jamás compartiré su lecho.
PAROLLES.- ¿Qué hay, caro amigo mío?
BELTRÁN.- ¡Oh! Mi querido Parolles, me han casado. Quiero marchar
cuanto
antes a la guerra de Toscana, y así evitaré el admitirla en mi lecho.
PAROLLES.- Francia es una perrera, que no merece ser pisada por un
hombre
honrado. ¡A la guerra!
BELTRÁN.- Aquí hay cartas de mi madre, cuyo contenido ignoro todavía.
PAROLLES.- Pues convendría saberlo. ¡A la guerra, mi niño, a la
guerra! Mantiene
su honor encerrado dentro de una caja el que acaricia en su hogar a su
media
naranja, gastando entre sus brazos el vigor viril que debería emplear
en vencer los
brincos y la fogosidad del ardiente corcel de Marte. Partamos para
otros climas.
Francia es un establo, y cuantos permanezcamos en ella somos unos
rocines.
¡Ea, pues! ¡A la guerra!
BELTRÁN.- Estoy decidido. A ella la mandaré a mi casa. Haré sabedora a
mi
madre del odio que le tengo y del motivo de mi fuga; escribiré al rey
lo que no me
atrevo a decirle de palabra. Las mercedes que acaba de prodigarme
costearán los
gastos que pueda hacer durante esas guerras de Italia en que tantos
valientes han
ido a combatir. La guerra es un estado apacible al lado de un hogar
lúgubre y de
una mujer a quien se detesta.
PAROLLES.- ¿Tenéis la seguridad de la constancia de ese «capriccio»?
BELTRÁN.- Entrad conmigo en ese aposento, y aconsejadme. Quiero
despedirla
inmediatamente. Mañana marcharé para Italia y la abandonaré al
aislamiento de
su dolor.
PAROLLES.- En hora buena, esas son balas que rebotan y hacen ruido. La
cosa
es dura. Un joven que se casa está perdido. Partamos pues, y
abandonémosla
con toda valentía. El rey os ha ultrajado. Pero... ¡Bah! Eso no
importa. (Salen.)
Escena IV
OTRO APOSENTO EN EL PALACIO.
Entran ELENA y el BUFÓN.
ELENA.- Mi madre me envía sus afectuosos recuerdos; ¿está bien?
EL BUFÓN.- No mucho, y, sin embargo, goza de excelente salud. Está
alegre, y
sin embargo, no se encuentra bien. Gracias a Dios, está perfectamente;
nada le
hace falta en este mundo; pero eso no impide el que no esté bien.
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ELENA.- Si está muy bien, ¿qué mal puede sufrir?
EL BUFÓN.- En verdad, está muy bien, excepto en dos cosas.
ELENA.- ¿Y cuáles son esas dos cosas?
EL BUFÓN.- La una, que no está en el cielo, ¡adonde Dios quiera
llevarla pronto!
La otra, que está en la tierra, ¡de donde quiera el cielo sacarla en
seguida!
(Entra PAROLLES.)
PAROLLES.- Dios os bendiga, afortunada señora.
ELENA.- Me alegro, señor, de que mi felicidad haya obtenido vuestra
aprobación.
PAROLLES.- Mis ruegos son de que vaya siempre en aumento y que perdure
constantemente... ¡Hola!... ¿Eres tú, pícaro? ¿Cómo está nuestra
anciana señora?
EL BUFÓN.- Con tal que vos tengáis sus arrugas, y yo su dinero,
quisiera que
sucediese tal cual habéis dicho.
PAROLLES.- ¡Pero si no digo nada!...
EL BUFÓN.- A fe que obráis todo lo más cuerdamente posible. A menudo
la
lengua de un criado ocasiona a su amo su ruina. No decir, no hacer, no
saber
cosa alguna, constituye la mayor parte de vuestro mérito, que es, poco
más o
menos, equivalente a nada.
PAROLLES.- ¡Atrás, pícaro!
EL BUFÓN.- Hubierais debido decir que soy un pícaro que habla a otro
pícaro.
Ésa habría sido la verdad, señor.
PAROLLES.- Eres un loco ingenioso; te conozco.
EL BUFÓN.- ¿Es dentro de vos donde me conocéis? ¿O es que os han
enseñado
la manera de conocerme? Las pesquisas no han sido infructuosas, y
podéis
comprender que en vos hay mucho de loco, con gran contento del mundo y
con
evidente acrecentamiento de sus risas.
PAROLLES.- Avisado tunante y harto bien nutrido, a fe mía... Señora,
mi señor
parte esta misma noche; un negocio muy serio lo exige. Sabe lo que os
debe;
reconoce los deberes que le impone el amor, pero se ve en la precisión
de aplazar
su cumplimiento. Esa abstinencia y esas dilaciones serán compensadas
después
con delicias inefables, y resultará más dulce la felicidad que les
suceda, en cuanto
el placer se llene hasta los bordes.
ELENA.- ¿Exige algo más de mí?
PAROLLES.- Que os despidáis inmediatamente del rey, haciendo como si
de vos
procediera esa determinación, y disfrazándola con todos los pretextos
que os
puedan parecer de necesidad.
ELENA.- Y ¿qué más ordena?
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PAROLLES.- Que luego de haber conseguido la aprobación del rey,
aguardéis sus
órdenes ulteriores.
ELENA.- Obedeceré puntualmente.
PAROLLES.- Voy a decírselo.
ELENA.- Os lo suplico... Vamos, bribón. (Salen.)
Escena V
OTRO APOSENTO DEL MISMO PALACIO.
Entran LAFEU y BELTRÁN.
LAFEU.- Pero Vuestra Señoría no le tendrá por guerrero.
BELTRÁN.- Sí, y por guerrero valiente y probado.
LAFEU.- Será que os lo ha dicho él.
BELTRÁN.- Tengo, además, testimonios fidedignos.
LAFEU.- Entonces mal va mi cuadrante. Había tomado a esa alondra por
un
verderón.
BELTRÁN.- Os aseguro, señor, que es hombre muy instruido y no menos
valiente.
LAFEU.- En ese caso, he faltado contra su ilustración y he pecado
contra su
bravura. Mi posición es tanto más peligrosa cuanto que por más que interrogue
a
mi conciencia, no puedo resolverme al arrepentimiento... He aquí
viene;
reconciliadme, os lo suplico; quiero proseguir en su amistad.
(Entra PAROLLES)
PAROLLES (A Beltrán.)- Todo será ejecutado, señor.
LAFEU (A Parolles.)- ¿Sabríais decirme cuál es su sastre?
PAROLLES.- ¡Señor!
LAFEU.- ¡Oh! Le conozco; efectivamente, señor, es un artista
excelente,muy buen
sastre.
BELTRÁN.-(Aparte a Parolles.) ¿Se ha avistado ya ella con el
rey?
PAROLLES.- Sí.
BELTRÁN.- ¿Partirá esta misma noche?
PAROLLES.- Cuando queráis.
BELTRÁN.- He escrito ya mis cartas, he encerrado en el cofre mi
dinero, y he
dado las órdenes para que me tengan preparados los caballos. Esta
misma noche,
en la hora precisa en que debiera tomar posesión de mi desposada,
antes de
comenzar...
LAFEU.- No es desdeñable un buen viajero para oír sus relatos al final
de una
comida. Pero el que miente en las tres terceras partes de sus cuentos
y emplea
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una verdad conocida para hacer tragar mil embustes, ese tal merece que
le oigan
una vez tan sólo y que le sacudan tres... ¡Dios os guarde, capitán!
BELTRÁN.- ¿Ha habido algún disgusto entre este señor y vos?
PAROLLES.- No sé cómo habré podido caer en desgracia de este noble
señor.
LAFEU.- Completamente, con botas y espuelas. Y en habiendo salido del
atolladero en que estáis, huiréis a todo escape sin pedir el resto,
como bufón que
salta sobre la crema.
BELTRÁN.- Quizá os habéis engañado en lo que a él se refiere.
LAFEU.- Eso me sucedería siempre, aunque le sorprendiera en la
oración. Adiós,
señor, y creedme, no puede haber almendra dentro de esa ligera cáscara
de nuez;
toda su alma está en sus vestidos. No os fiéis de él en materias tan
importantes;
he domesticado animales de esa familia y conozco sus caracteres. (A
Parolles.)
Adiós, monsieur. He hablado de vos mejor que lo habéis merecido o que
nunca
mereceréis. Pero nos está mandado hacer bien por mal. (Sale.)
PAROLLES.- Es un hombre vano, os lo juro.
BELTRÁN.- Así lo creo.
PAROLLES.- ¡Pues qué!... ¿no le conocéis?
BELTRÁN.- Sí; le conozco perfectamente; goza de buena reputación... Ya
llegó mi
pesadilla.
(Entra ELENA.)
ELENA.- Señor, según me habéis ordenado, acabo de presentarme al rey,
consiguiendo el permiso para partir inmediatamente. Sin embargo, deseo
hablaros
en particular.
BELTRÁN.- Obedeceré. No os extrañe, Elena, mi proceder, que no parece
acomodarse a las circunstancias y que no responde a lo que se podía
esperar de
mí. No estaba preparado para este enlace; y esto es causa del desorden
y
confusión en que me veis. Por esto os suplico que os pongáis
inmediatamente en
camino para restituiros a mi casa. No me preguntéis la razón;
contentaos con
adivinarla, porque mis razones son más poderosas de lo que a primera
vista
parece, así como son urgentes las necesidades que me apremian y que
vos
ignoráis. Esto es para mi madre. (Le entrega una carta.) No os
veré hasta de aquí
a dos días. De consiguiente, os dejo a la dirección de vuestra
prudencia.
ELENA.- Señor, soy vuestra sierva obediente. Es cuanto puedo deciros.
BELTRÁN.- ¡Vamos, vamos! No hablemos de eso.
ELENA.- Mientras viva, trabajaré para adquirir lo que me falta. Mi
humilde estrella
me ha impedido alcanzar tan alta fortuna.
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BELTRÁN.- Dejemos eso; llevo prisa. Adiós. Volveos a mi casa.
ELENA.- Perdonadme, señor, os ruego.
BELTRÁN.- Bien. ¿Qué queréis decir?
ELENA.- No soy digna del tesoro que poseo. No me atrevo a decir que es
mío, y,
sin embargo, lo es... Pero, a la manera de un ladrón medroso, quisiera
hurtar lo
que legítimamente me pertenece.
BELTRÁN.- ¿Que deseáis?
ELENA.- Cualquier cosa... Poco... Nada en verdad... No me atrevo a
decir lo que
quisiera, señor... Pero, no... Lo diré. Los extraños, los enemigos, se
separan, pero
no se abrazan...
BELTRÁN.- No nos retardemos, os lo pido. ¡A caballo!
ELENA.- No infringiré vuestras órdenes, mi buen señor.
BELTRÁN.- (A Parolles.) ¿Dónde están los otros de mi
acompañamiento,
monsieur?... (A Elena.) ¡Adiós! (Sale ELENA.)
BELTRÁN.- ¡Corre a mi castillo, en el cual no pondré los pies mientras
pueda
empuñar una espada u oír el tambor!... (A Parolles.) ¡Partamos
y salvémonos!
PAROLLES.- ¡Bravo! ¡«Coragio»!... (Salen.)
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Acto tercero
Escena primera
FLORENCIA.- ANTE EL PALACIO DEL DUQUE.
Trompetería.- Entran el DUQUE DE FLORENCIA, con su séquito; dos SEÑORES
franceses y SOLDADOS.
EL DUQUE.- Habéis entendido exactamente los motivos de esta guerra,
cuyos
grandes intereses han hecho verter ya mucha sangre, la cual a su vez
hace
aumentar la sed de derramarla.
SEÑOR PRIMERO.- La contienda parece santa de parte de vuestra alteza,
y por
la de los enemigos parece inicua y odiosa.
EL DUQUE.- Lo que me admira es que nuestro primo el rey de Francia
pueda, en
causa tan justa, cerrar su corazón a nuestras súplicas y rehusarnos el
apoyo.
SEÑOR SEGUNDO.- Noble príncipe, no puedo ilustraros sobre los
verdaderos
motivos que tiene nuestro gobierno para abstenerse, ni hablar de
aquéllos más
que como hombre vulgar que no está en el secreto de los negocios e
interpreta el
augusto consejo de los reyes según sus imperfectos y obscuros
conocimientos.
Por esto no me atrevo a emitir mi opinión sobre el particular, tanto
más cuanto que
me he engañado en mis inciertas conjeturas siempre que he intentado
penetrar los
misterios del Estado.
EL DUQUE.- Que haga Francia en esto lo que mejor le acomode.
SEÑOR SEGUNDO.- Yo tengo la seguridad de que nuestra juventud
francesa,
que se aburre en la ociosidad, acudirá en tropel todos los días al
lado nuestro,
como el que busca un remedio.
EL DUQUE.- Será bien recibida, y la recompensaré con todos los honores
que
pueda prodigar. Conocéis ya vuestros puestos. Grandes ascensos habrá
para
vosotros,cuando los principales jefes del ejército sucumban. Su caída
os elevará a
su dignidad... Mañana nos veremos en el campo de batalla. (Trompetería.
Salen.)
Escena II
EN EL ROSELLÓN.- APOSENTO EN EL PALACIO DE LA CONDESA.
Entran la CONDESA y el BUFÓN.
ella.
EL BUFÓN.- Por mi fe, considero a mi joven señor como un verdadero
melancólico.
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EL BUFÓN.- Pues en que contempla sus botas y canta; se ajusta la
gorguera y
canta; hace algunas preguntas y canta; límpiase los dientes y canta.
Conocí a un
hombre con ese género de melancolía, que llegó a vender todo un
palacio por una
canción.
carta.)
EL BUFÓN.- No me interesa Isabelita, desde que salí de la corte.
Nuestras
doncellas y nuestras Isabelitas del campo en nada se parecen a las
doncellas y a
las Isabelitas de la Corte. Quebrantado está el cerebro de mi Cupido,
Y comienzo
a amar como un anciano ama el dinero; sin apetito y sin placer.
EL BUFÓN.- Ni más ni menos que lo que ahí tenéis. (Sale.)
perdido a mí. La he tomado por esposa, pero le he
rehusado el lecho y jurado un
«no» eterno. No faltará quien os comunique mi
evasión. Sabed1a antes de que os
llegue por la voz del público. Mientras el mundo
sea suficientemente amplio,
pondré la mayor distancia entre ella y yo.
Aceptad mi consideración y respeto.
Vuestro desgraciado hijo, Beltrán.» Joven temerario e incorregible, mal procedes
despreciando de esa suerte los favores de un rey tan bondadoso y
atrayendo
sobre tu cabeza su indignación, por rehusar a una joven harto virtuosa
y que no
debe ser desechada ni siquiera por el mismo monarca.
(Vuelve a entrar el BUFÓN.)
EL BUFÓN.- ¡Oh señora! Corren por ahí muy tristes noticias entre dos
soldados y
mi joven ama.
EL BUFÓN.- Nada, porque hay algo consolador en tales nuevas. Vuestro
hijo no
será muerto tan pronto como yo suponía.
EL BUFÓN.- Quiero decir, señora, que ha huido y está en salvo, según
se susurra.
El peligro consistía en permanecer al lado de la mujer, que es la
desgracia de los
hombres, si bien es ella el único medio para tener hijos. Pero, mirad,
ya vienen;
ellos se explicarán mejor. Por lo que a mi se refiere, sólo puedo
decir que se salvó
vuestro hijo. (Sale.)
(Entra ELENA acompañada de dos GENTILESHOMBRES.)
GENTILHOMBRE PRIMERO.- Dios os guarde, apreciable condesa.
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